Urgencia de nuevos apóstoles para reevangelizar el mundo



Entre los que seguían a Jesús había un numeroso grupo de discípulos. Entre ellos se contaban quienes acompañaron a Jesús desde el bautismo de Juan hasta la Ascensión: de algunos nos dan noticias los Hechos de los Apóstoles, como José, llamado Barsabas, y Matías; también estarían en este grupo Cleofás y su compañero, a quienes Cristo resucitado se les apareció en el camino de Emaús. Sin pertenecer al círculo de los Doce, estos discípulos llegaron a formar una categoría especial entre los oyentes y amigos de Jesús, siempre dispuestos para lo que el Maestro los necesitase. Con toda seguridad formaron el núcleo de la primitiva Iglesia después de Pentecostés. En el Evangelio de la Misa leemos que, de estos que le seguían con plena disponibilidad, Jesús designó a setenta y dos para que fueran delante de Él, preparando las almas para la llegada de Cristo. Y les dijo: La mies es mucha y los obreros pocos.


Hoy, también, el campo apostólico es inmenso: países de tradición cristiana que es necesario evangelizar de nuevo, naciones que han sufrido durante tantos años la persecución a causa de la fe y que necesitan nuestra ayuda, los nuevos pueblos sedientos de doctrina... Basta echar una mirada a nuestro alrededor –al lugar de trabajo, a la Universidad, a los medios de comunicación...– para darnos cuenta de todo lo que falta por hacer. La mies es mucha... «Enteros países y naciones, en los que en un tiempo la religión y la vida cristiana fueron florecientes y capaces de dar origen a comunidades de fe viva y operativa, están ahora sometidos a dura prueba e incluso alguna que otra vez son radicalmente transformados por el continuo difundirse del indiferentismo, del secularismo y del ateísmo. Se trata, en concreto, de países y naciones del llamado Primer Mundo, en el que el bienestar económico y el consumismo –si bien entremezclado con espantosas situaciones de pobreza y miseria– inspiran y sostienen una existencia vivida “como si no hubiera Dios”. Ahora bien, el indiferentismo religioso y la total irrelevancia práctica de Dios para resolver los problemas, incluso graves, de la vida, no son menos preocupantes y desoladores que el ateísmo declarado. Y también la fe cristiana –aunque sobrevive en algunas manifestaciones tradicionales y ceremoniales– tiende a ser arrancada de cuajo de los momentos más significativos de la existencia humana, como son los momentos del nacer, del sufrir y del morir. De ahí proviene el afianzarse de interrogantes y de grandes enigmas, que, al quedar sin respuesta, exponen al hombre contemporáneo a inconsolables decepciones, o a la tentación de suprimir la misma vida humana que plantea esos problemas». Ahora es tiempo de esparcir la semilla divina y también de cosechar. Hay lugares en los que no se puede sembrar por falta de operarios, y mieses que se pierden porque no hay quien las recoja. De ahí la urgencia de nuevos apóstoles. La mies es mucha; los obreros, pocos.


En los primeros tiempos del Cristianismo, en un mundo con una situación parecida a la nuestra –con abundancia de recursos materiales pero espiritualmente menesteroso–, la naciente Iglesia tuvo el necesario vigor, no solo para protegerse de ser paganizada desde fuera, sino para transformar, desde dentro, una civilización tan alejada de Dios. No parece que el mundo de hace dos mil años estuviera mejor o peor preparado que el nuestro para ser evangelizado. A primera vista podía presentarse cerrado al mensaje de Cristo, como el de ahora; pero aquellos primeros cristianos, apóstoles todos, con las mismas armas que nosotros, el espíritu de Jesús, supieron transformarlo. ¿No vamos a poder nosotros cambiar el mundo que nos rodea: la familia, los amigos, los compañeros de trabajo...?


El mundo actual quizá esté necesitado de muchas cosas, pero ninguna otra le es precisa con más urgencia que la de apóstoles santos, alegres, convencidos, fieles a la doctrina de la Iglesia, que con sencillez den a conocer que Cristo vive. Es el mismo Señor quien nos indica el camino para conseguir nuevos operarios que trabajen en su viña: Rogad, pues, al Señor de las mies que envíe operarios a su mies. Rogad..., nos dice. «La oración es el medio más eficaz de proselitismo». Nuestro afán apostólico ha de traducirse, en primer lugar, en una petición continuada, confiada y humilde de nuevos apóstoles. La oración ha de ir siempre por delante.

«Desgarra el corazón aquel clamor –¡siempre actual!– del Hijo de Dios, que se lamenta porque la mies es mucha y los obreros son pocos.

»—Ese grito ha salido de la boca de Cristo, para que también lo oigas tú: ¿cómo le has respondido hasta ahora?, ¿rezas, al menos a diario, por esa intención?


Meditación diaria