Huberto, el joven noble convertido mientras cazaba


Había preferido ir a cazar ciervos, su gran pasión, en lugar de ir a la iglesia para los servicios del Viernes Santo. No tenía ni idea de lo que le ocurriría entonces: se convertiría en san Huberto, el primer obispo de Lieja.


El joven respira a pleno pulmón el aire acre de aquella mañana de marzo del año 680 d.C., mientras agarra las riendas de su caballo, de precioso cuero con tachuelas de plata. Sale trotando de la ciudad y contempla el mundo. Sonríe al ver que la multitud se dirige a la iglesia. Todos están vestidos con sus mejores galas de domingo y tienen caras desenfadadas, sólo que es viernes: el hombre siente pena por ellos, que van a escuchar las aburridas palabras del cura durante dos horas. Él, por su parte, va a pasar una hermosa mañana cazando ciervos. Se siente privilegiado por poder cazar. De hecho, es el coto de la nobleza, cuyos miembros están entrenados en este tipo de caza que requiere talentos especiales. Y es un excelente cazador, entre otras cosas porque pasa la mayor parte del tiempo cazando, lo que le ha dado una experiencia considerable en la materia.

Noble de familia (nació hacia 656, hijo mayor del duque Bertrand de Aquitania), Huberto (así se llamaba el joven) había pasado su juventud en Metz, como conde palatino en la corte del rey Teodorico III (651-691), rey de Austrasia (entonces rey de todos los francos). Teodorico, junto con Clotario III y Clodoveo III, son considerados por la Historia como “los reyes ociosos”, es decir, manipulados por sus mayordomos de palacio.

El “mayordomo de palacio”, también llamado “maestro de palacio” –en latín maior domus, (“mayor servidor de la casa”)- era, en la Galia merovingia y luego en la carolingia, el funcionario que supervisaba el palacio real, en aquella época el verdadero corazón administrativo del reino. Pues bien, el pobre Teodorico fue derrocado por su mayordomo de palacio, Ebroinus. Al no gustarle los aliados del rey, hizo que se dispersaran por todo el lugar. Ésta es la razón por la que nuestro Huberto dejó Metz y se trasladó a la corte de Pippin de Herstal (640-714), mayordomo de Austrasia: era un territorio que formaba la parte nororiental del reino merovingio de los francos entre los siglos VI y VIII. El reino se extendía hacia el noreste (de ahí el nombre de Ostreich o Reino Oriental), hasta la frontera con los sajones, a orillas del río Rin. Así, acogido por Pippin de Herstal, Huberto llevó una vida ociosa, dedicándose a su principal pasión, la caza.

Y ahora volvamos a ese día en el que le vemos a caballo, lleno de ilusión por el placer de la caza. Huberto había dejado atrás la ciudad y ahora se adentraba en el denso bosque, tan familiar para él. El olor de la tierra que se despierta, los arbustos, las flores y el canto de los pájaros le provocaron una intensa sensación de bienestar. Sonrió y levantó la cabeza para ver en qué dirección soplaba el viento: para cazar ciervos, el cazador tenía que estar a contraviento y él cumplía estrictamente esta regla, que era una de las principales razones de su éxito en la caza de ciervos. Llegó al borde de un claro y allí se bajó del caballo. El animal se alejó un poco. Huberto se jactaba de haber entrenado a su caballo para que se mantuviera detrás de él, contra el viento y en silencio. Se colocó detrás de un espeso arbusto de enebro, puso una rodilla en el suelo y preparó su arco y su afilada flecha, listo para disparar. 

No tuvo que esperar mucho: finalmente un ciervo apareció en el claro y comenzó a cruzarlo. Huberto esperó pacientemente: quería que el animal se diera la vuelta para poder dispararle en la frente. Sólo así la piel quedaría intacta, la carne exquisita y los cuernos perfectos. Una flecha en el costado del animal lo mataría igualmente, pero éste correría durante mucho tiempo con la flecha clavada en el costado: las toxinas invadirían el cuerpo, endureciendo la carne y la piel tendría un agujero en la parte más valiosa. Además de que a veces se estropeaba la cornamenta en un intento de liberarse de la flecha.

Unos instantes después, el ciervo se dio la vuelta y miró a los ojos del incrédulo Huberto. Entre su majestuosa cornamenta el ciervo sostenía un crucifijo de oro, tachonado de piedras. Lo miró y de sus grandes ojos brotó una lágrima que recorrió el fino pelaje que cubría su tembloroso hocico. Huberto estaba como hipnotizado, con el dedo doblado sobre la flecha y un dolor en el brazo extendido que sostenía el arco. Tuvo la impresión de leer los ojos del ciervo y ver la Creación en todo su esplendor. La complejidad del animal, los detalles de los que estaba hecho y la fuerza que desprendía le hicieron sentirse insignificante, indefenso e indigno de tanta belleza. Bajó lentamente el brazo, dejó caer el arco y la flecha y se levantó. Susurró, pidiendo perdón al ciervo (que en la iconografía cristiana es un símbolo de Cristo venciendo al diablo). El animal se giró y con dos saltos desapareció de la vista del hombre. Huberto permaneció inmóvil durante un buen rato. El corazón le latía con fuerza, un ligero sudor frío le recorría la frente y sentía todo el cuerpo dolorido. Le recorría una sensación de náusea que se convirtió en exaltación: sabía lo que tenía que hacer.

Así, aquella mañana de marzo -era Viernes Santo- su vida cambió para siempre. Cuando regresó a su palacio, sorprendió a todos al decidir renunciar a todas sus posesiones y títulos en favor de su hermano menor Odo, que se convirtió así en duque de Aquitania y Gascuña. No sólo eso, sino que Huberto decidió hacerse sacerdote. Se puso bajo la dirección espiritual de Lamberto, obispo de Maastricht, estudió Teología y se ordenó.

Su predicación le hizo famoso: la gente venía de todas partes para escucharle. Se convirtió en el principal asistente de Lamberto. Lamberto fue asesinado en 706, por orden de Pepín de Herstal (convirtiéndose así en mártir y santo). Huberto le sucedió y fundó la diócesis de Lieja, de la que fue el primer obispo. También hizo trasladar el cuerpo de Lamberto a la catedral que había construido en su nueva sede episcopal. Huberto llevó a cabo una gran misión de evangelización de las zonas orientales de Bélgica (Brabante, Ardenas) con su predicación.

Pero el destino le tendió una emboscada: mientras pescaba en una barca en el río Mosa, Huberto sufrió un grave accidente que le causó heridas. Una infección invadió su cuerpo, y sobrevivió poco más de un año. Fue enterrado en Lieja, en la iglesia de San Pedro. En 825 sus restos mortales fueron trasladados a las Ardenas, a la abadía de Andage. Los hugonotes destruyeron sus reliquias en 1568.

En la Edad Media, su veneración como santo estaba muy extendida: se le invocaba contra las mordeduras de perro, pero también contra la rabia. Su tumba fue el destino de numerosas peregrinaciones de personas de los cuatro rincones del mundo. San Huberto es el patrón de los cazadores, los arqueros, los carniceros, los peleteros, los torneros, los ópticos, los metalistas, los fundidores, los matemáticos y los perros de caza. Se celebra el 3 de noviembre, día del traslado de sus reliquias.

Su historia nos habla de la revelación de cosas ocultas a la mirada superficial que los humanos tienen a veces para las cosas esenciales. Pero también trata de la redención y de la capacidad del ser humano para mejorar y cambiar su vida cuando menos lo espera.



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