Viganò vuelve a cargar contra bergoglio



"REDDE RATIONEM VILLICATIONIS TUÆ" SOBRE LA "RESPONSA AD DUBIA" DE TRADITIONIS CUSTODES


Vosotros sois los que os justificáis ante los hombres: Dios, sin embargo, conoce vuestros corazones: porque lo que se enaltece ante los hombres, es una abominación ante Dios. Lc 16 :15


Al leer la Responsa ad Dubia recientemente publicada por la Congregación para el Culto Divino, uno se pregunta a qué niveles abismales ha podido descender la Curia Romana para tener que apoyar a Bergoglio con tanto servilismo, en una guerra cruel y despiadada contra la parte más dócil y fiel de la Iglesia. Nunca, en las últimas décadas de gravísima crisis en la Iglesia, la autoridad eclesiástica se ha mostrado tan decidida y severa: no lo ha hecho con los teólogos heréticos que infestan las universidades y seminarios pontificios; no lo ha hecho con los clérigos y prelados fornicarios; no lo ha hecho castigando ejemplarmente los escándalos de obispos y cardenales. Pero contra los fieles, sacerdotes y religiosos que sólo piden poder celebrar la Santa Misa Tridentina, ni piedad, ni misericordia, ni inclusividad. ¿Fratelli tutti? Nunca como bajo este "pontificado" ha sido tan perceptible el abuso de poder por parte de la autoridad, ni siquiera cuando dos mil años de lex orandi fueron sacrificados por Pablo VI en el altar del Vaticano II, imponiendo a la Iglesia un rito tan equívoco como hipócrita. Esa imposición, que incluía la prohibición de celebrar en el rito antiguo y la persecución de los disidentes, tenía al menos la coartada de la ilusión de que un cambio quizás mejoraría las posibilidades del catolicismo frente a un mundo cada vez más secularizado. Hoy, tras cincuenta años de terribles catástrofes y catorce de Summorum Pontificum, esa débil justificación no sólo ya no es válida, sino que es repudiada en su inconsistencia por la evidencia de los hechos. Todas las novedades que trajo el Concilio se han revelado perniciosas; ha vaciado iglesias, seminarios y conventos; ha destruido vocaciones eclesiásticas y religiosas; ha drenado todo impulso espiritual, cultural y civil de los católicos; ha humillado a la Iglesia de Cristo y la ha confinado a los márgenes de la sociedad, haciéndola patética en su torpe intento de agradar al mundo. Y viceversa, desde que Benedicto XVI intentó sanar esa vulnus reconociendo el pleno derecho a la liturgia tradicional, las comunidades vinculadas a la Misa de San Pío V se han multiplicado, los seminarios de los Institutos Ecclesia Dei han crecido, las vocaciones han aumentado, la frecuencia de asistencia de los fieles ha crecido, y la vida espiritual de muchos jóvenes y de muchas familias ha encontrado un impulso inesperado. ¿Qué lección habría que extraer de esta "experiencia de la Tradición" invocada en su momento también por Mons. Marcel Lefebvre? La lección más evidente y al mismo tiempo la más sencilla de todas: lo que Dios ha dado a la Iglesia está destinado al éxito, y lo que el hombre le añade se derrumba miserablemente. Un alma no cegada por la furia ideológica habría admitido el error cometido, intentando reparar el daño y reconstruir lo que se ha destruido entretanto, restaurando lo que se ha abandonado. Pero esto requiere humildad, una mirada sobrenatural y una confianza en la intervención providente de Dios. Esto requiere también la conciencia por parte de los Pastores de que son administradores de los bienes del Señor, no dueños: no tienen derecho a enajenar estos bienes, ni a esconderlos, ni a sustituirlos por sus propias invenciones; deben limitarse a custodiarlos y ponerlos a disposición de los fieles, sine glossa, junto con el pensamiento constante de tener que responder ante Dios por cada oveja y cada cordero de su rebaño. El Apóstol amonesta: "Hic iam quæritur inter dispensatóres, ut fidélis quis inveniátur" - "Aquí se exige ahora entre los dispensadores, que el hombre sea hallado fiel" (1 Cor 4,2). Los Responsa ad Dubia son consistentes con la Traditionis Custodes, y aclaran la naturaleza subversiva de este "pontificado", en el que se ha usurpado el poder supremo de la Iglesia para obtener un propósito diametralmente opuesto al que Nuestro Señor constituyó en autoridad a los Sagrados Pastores y a su Vicario en la tierra. Es un poder indócil y rebelde contra Aquel que lo instituyó y que lo legitima, un poder que se cree fide solutus, por así decirlo, según un principio intrínsecamente revolucionario y por tanto herético. No lo olvidemos: la Revolución reclama para sí un poder que se justifica por el mero hecho de ser revolucionario, subversivo, conspirador y antitético con el poder legítimo que pretende derrocar; un poder que en cuanto llega a ocupar papeles institucionales se ejerce con autoritarismo tiránico, precisamente porque no está ratificado ni por Dios ni por el pueblo. Permítanme señalar un paralelismo entre dos situaciones aparentemente desconectadas. 

 Así como frente a la pandemia se niegan los tratamientos eficaces con la imposición de una "vacuna" inútil que en realidad es nociva e incluso letal, también la Misa Tridentina, verdadera medicina del alma, ha sido culpablemente negada a los fieles en un momento de gravísima pestilencia moral, sustituyéndola por el Novus Ordo. Los médicos faltan a su deber, a pesar de que los tratamientos están fácilmente disponibles, y en cambio imponen a los enfermos, así como a los sanos, un suero experimental, administrándolo obstinadamente a pesar de la evidencia de su total ineficacia y de sus muchos efectos adversos. Del mismo modo, los sacerdotes, que son médicos del alma, están traicionando su mandato, a pesar de que existe un "medicamento" infalible que ha sido probado durante más de dos mil años, y están haciendo todo lo posible para evitar que aquellos que han experimentado su eficacia lo utilicen para curarse del pecado. 

En el primer caso, se debilitan o anulan las defensas inmunitarias del cuerpo para crear enfermos crónicos que dependan de las farmacéuticas; en el segundo, se comprometen las defensas inmunitarias del alma por una mentalidad mundana y por la anulación de la dimensión sobrenatural y trascendente, para dejar a las almas indefensas ante los asaltos del demonio. Y esto es válido como respuesta a quienes pretenden enfrentar la crisis religiosa sin considerar la crisis social y política paralela a ella, porque es precisamente la bipolaridad de este ataque lo que lo hace tan terrible y revela que está siendo guiado por una misma mente criminal. No quiero entrar en el fondo de los delirios de la Responsa: basta con conocer la ratio legis para poder rechazar la Traditionis Custodes como un documento ideológico y partidista, elaborado por personas vengativas e intolerantes, llenas de vana ambición y de groseros errores canónicos, con la intención de prohibir un rito canonizado por dos mil años de Santos y Pontífices y en su lugar imponer uno espurio, copiado de los luteranos y remendado por los modernistas, que en cincuenta años ha causado un terrible desastre al cuerpo eclesial y que, precisamente por su eficacia devastadora, no puede permitir ninguna excepción. 

Aquí no sólo hay culpa: también hay malicia y una doble traición al Divino Legislador y a los fieles. Obispos, sacerdotes, religiosos y laicos se encuentran, una vez más, con la necesidad de elegir su bando: o con la Iglesia católica y su doctrina bimilenaria e inmutable, o con la Iglesia conciliar y bergogliana, con sus errores y sus ritos secularizados. Y esto ocurre en una situación paradójica en la que la Iglesia católica y su falsa coinciden en la misma Jerarquía, a la que los fieles sienten que deben obedecer como expresión de la autoridad de Dios y al mismo tiempo deben desobedecer como traidores y rebeldes. 

Es cierto que no es fácil desobedecer al tirano: sus reacciones son despiadadas y crueles; pero mucho peores fueron las persecuciones que tuvieron que sufrir a lo largo de los siglos los católicos que se encontraron con el arrianismo, la iconoclasia, la herejía luterana, el cisma anglicano, el puritanismo de Cromwell, el laicismo masónico de Francia y México, el comunismo soviético, el comunismo en España, en Camboya, en China... . Cuántos obispos y sacerdotes martirizados, encarcelados y exiliados. Cuántos religiosos masacrados, cuántas iglesias profanadas, cuántos altares destruidos. ¿Y por qué ocurrió todo esto? Porque los Sagrados Ministros no quisieron renunciar al tesoro más preciado que Nuestro Señor nos ha dado: la Santa Misa. La Misa que Él enseñó a celebrar a los Apóstoles, que los Apóstoles transmitieron a sus Sucesores, que los Papas han custodiado y restaurado, y que siempre ha estado en el centro del odio infernal de los enemigos de Cristo y de la Iglesia. Pensar que la misma Santa Misa, por la que arriesgaron su vida los misioneros enviados a tierras protestantes o los sacerdotes encarcelados en los gulags, esté hoy prohibida por la Santa Sede es motivo de dolor y escándalo, además de una ofensa a los Mártires que defendieron esa Misa hasta el último aliento. Pero estas cosas sólo las pueden entender los que creen, los que aman y los que esperan. Sólo los que viven de Dios. 

Quienes se limitan a expresar reservas o críticas a la Traditionis Custodes y a la Responsa caen en la trampa del adversario, porque al hacerlo reconocen la legitimidad de una ley ilegítima e inválida, deseada y promulgada para humillar a la Iglesia y a sus fieles, para fastidiar a los "tradicionalistas" que se atreven nada menos que a oponerse a las doctrinas heterodoxas condenadas hasta el Vaticano II, que hizo suyas y que hoy se han convertido en la clave del pontificado bergogliano.



 La Traditionis Custodes y la Responsa deben ser simplemente ignoradas, devueltas al remitente. Deben ser ignorados porque está claro que su intención es castigar a los católicos que permanecen fieles, dispersarlos y hacerlos desaparecer. Estoy consternado por el servilismo de tantos cardenales y obispos, que para complacer a Bergoglio pisotean los derechos de Dios y de las almas confiadas a su cuidado, y que se empeñan en mostrar su aversión por la Liturgia "preconciliar", considerándose merecedores del elogio público y de la aprobación vaticana. A ellos se dirigen las palabras del Señor: "Os consideráis justos ante los hombres, pero Dios conoce vuestros corazones: lo que se enaltece ante los hombres es detestable ante Dios" (Lc 16, 15). La respuesta coherente y valiente ante un gesto tiránico de la autoridad eclesiástica debe ser la resistencia y la desobediencia a una orden inadmisible. Resignarse a aceptar esta enésima opresión significa añadir un precedente más a la larga serie de abusos tolerados hasta ahora, y con la propia obediencia servil hacerse responsable del mantenimiento de un poder como fin en sí mismo. Es necesario que los Obispos, Sucesores de los Apóstoles, ejerzan su sagrada autoridad, en obediencia y fidelidad a la Cabeza del Cuerpo Místico, para poner fin a este golpe eclesiástico que se ha producido ante nuestros ojos. Lo requiere el honor del Papado, que hoy se ve expuesto al descrédito y a la humillación por parte de quien ocupa el Trono de Pedro. Lo requiere el bien de las almas, cuya salvación es la suprema lex de la Iglesia. Lo exige la gloria de Dios, respecto a la cual no es tolerable ningún compromiso. 

El arzobispo polaco monseñor Jan Paweł Lenga ha dicho que es el momento de una contrarrevolución católica, si no queremos ver a la Iglesia hundirse bajo las herejías y los vicios de mercenarios y traidores. La promesa del Non prævalebunt no excluye en absoluto una acción valiente y firme; al contrario, pide y exige esa acción a los obispos y sacerdotes, y también a los laicos, que nunca como hoy han sido tan tratados como súbditos, a pesar de las fatuas apelaciones a la actuosa participatio y a su papel en la Iglesia. Tomemos nota: el clericalismo ha alcanzado su cúspide bajo el "pontificado" de quien hipócritamente no hace más que estigmatizarlo.


+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo In Nativitate Domini 2021



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