Dios llama a todos



Nos dice el Evangelio de la Misa que salía ya Jesús de una ciudad y se ponía en camino hacia otro lugar, cuando vino un joven corriendo y se detuvo ante el Señor. Los tres Evangelistas que nos relatan el suceso nos dicen que era de buena posición social. Se arrodilló a los pies de Cristo, y le hizo una pregunta fundamental para todo hombre: Maestro, le dice, ¿qué he de hacer para conseguir la vida eterna? Jesús está de pie, rodeado de sus discípulos, que contemplan la escena; el joven, de rodillas. Es un diálogo abierto, en el que el Señor comienza dándole una respuesta general: Guarda los mandamientos. Y los enumera: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás... Él respondió: Maestro, todo esto lo he guardado desde mi adolescencia... ¿Qué me falta aún?, recoge San Mateo. Es la pregunta que todos nos hemos hecho alguna vez ante el desencanto íntimo de las cosas que siendo buenas no acaban de llenar el corazón, y ante la vida que va pasando sin apagar esa sed oculta que no se sacia. Y Cristo tiene una respuesta personal para cada uno, la única respuesta válida.


Jesús sabía que en el corazón de aquel joven se hallaba un fondo de generosidad, una capacidad grande de entrega. Por eso lo miró complacido, con amor de predilección, y le invitó a seguirle sin condición alguna, sin ataduras. Se quedó mirándolo fijamente, como solo Cristo sabe mirar, hasta lo más profundo del alma. «Él mira con amor a todo hombre. El Evangelio lo confirma a cada paso. Se puede decir también que en esta “mirada amorosa” de Cristo está contenida casi como en resumen y síntesis toda la Buena Nueva (...). Al hombre le es necesaria esta “mirada amorosa”; le es necesario saberse amado, saberse amado eternamente y haber sido elegido desde la eternidad (cfr. Ef 1, 4). Al mismo tiempo, este amor eterno de elección divina acompaña al hombre durante su vida como la mirada de amor de Cristo». Así nos ve el Señor ahora y siempre, con amor hondo, de predilección.


El Maestro, con una voz que tendría una entonación particular, le dijo: Una cosa te falta aún. Una sola. ¡Con qué expectación aguardaría aquel joven la respuesta del Maestro! Era, sin duda, lo más importante que iba a oír en toda su existencia. Anda, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres... Luego ven y sígueme. Era una invitación a entregarse por entero al Señor. No esperaba esto aquel joven. Los planes de Dios no siempre coinciden con los nuestros, con aquellos que hemos forjado en la imaginación, en nuestros ensueños. Los proyectos divinos, de una forma u otra, siempre pasan por el desprendimiento de todo aquello que nos ata. Para seguir a Cristo necesitamos tener el alma libre. Las muchas riquezas de este joven fueron el gran obstáculo para aceptar el requerimiento de Jesús, lo más grande que ocurrió en su vida.


Dios llama a todos: a sanos y a enfermos, a personas con grandes cualidades y a las de capacidad modesta; a los que poseen riquezas y a los que sufren estrecheces; a los jóvenes, a los ancianos y a los de edad madura. Cada hombre, cada mujer debe saber descubrir el camino peculiar al que Dios le llama. Y a todos nos llama a la santidad, a la generosidad, al desprendimiento, a la entrega; a todos nos dice en nuestro interior: ven y sígueme. No cabe la mediocridad ante la invitación de Cristo; Él no quiere discípulos de «media entrega», con condicionamientos.


Este joven ve de repente su vocación: la llamada a una entrega plena. Su encuentro con Jesús le descubre el sentido y el quehacer fundamental de su vida. Y ante Él se pone al descubierto su verdadera disponibilidad. Había creído realizar la voluntad de Dios porque cumplía los mandamientos de la Ley. Cuando Cristo le pone delante una entrega completa, se descubre lo mucho que está apegado a sus cosas y el poco amor a la voluntad de Dios. También hoy se repite esta escena. «Me dices, de ese amigo tuyo, que frecuenta sacramentos, que es de vida limpia y buen estudiante. —Pero que no “encaja”: si le hablas de sacrificio y apostolado, se entristece y se te va.


»No te preocupes. —No es un fracaso de tu celo: es, a la letra, la escena que narra el Evangelista: “si quieres ser perfecto, anda y vende cuanto tienes, y dáselo a los pobres” (sacrificio)... “y ven después y sígueme” (apostolado).


»El adolescente “abiit tristis” —se retiró también entristecido: no quiso corresponder a la gracia». Se marchó lleno de tristeza, porque la alegría solo es posible cuando hay generosidad y desprendimiento. Entonces la vida se llena de gozo en esa disponibilidad absoluta ante el querer de Dios que se manifiesta cada día en cosas pequeñas y en momentos bien precisos de nuestra vida. Digámosle hoy al Señor que nos ayude con su gracia para que, en todo momento, pueda contar efectivamente con nosotros para lo que quiera, sin condiciones ni ataduras. «Señor, no tengo otro fin en la vida que buscarte, amarte y servirte... Todos los demás objetivos de mi existencia a esto se encaminan. No quiero nada que me separe de Ti», le decimos en este diálogo con Él.


Meditación diaria