Temed al que puede arrojar alma y cuerpo en el Infierno.



Con la Resurrección de Cristo, la muerte ha sido vencida: ya no tiene esclavizado al hombre; es este quien la tiene bajo su dominio. Y esta soberanía la alcanzamos en la medida en que estamos unidos a Aquel que posee las llaves de la muerte9. La auténtica muerte la constituye el pecado, que es la tremenda separación –el alma separada de Dios–, junto a la cual la otra separación, la del cuerpo y el alma, es menos importante y, además, provisional. Quien cree en mí -dice el Señor-, aunque muera vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás. «En Cristo, la muerte ha perdido su poder, le ha sido arrebatado su aguijón, la muerte ha sido derrotada. Esta verdad de nuestra fe puede parecer paradójica cuando a nuestro alrededor vemos todavía hombres afligidos por la certeza de la muerte y confundidos por el tormento del dolor. Ciertamente, el dolor y la muerte desconciertan al espíritu humano y siguen siendo un enigma para aquellos que no creen en Dios, pero por la fe sabemos que serán vencidos, que la victoria se ha logrado ya en la muerte y resurrección de Jesucristo, nuestro Redentor».


El materialismo, en sus diversos planteamientos a lo largo de los tiempos, al negar la subsistencia del alma después de la muerte, trata de calmar el ansia de eternidad que Dios ha puesto en el corazón humano, aquietando las conciencias con el consuelo de pervivir a través de las obras que se hayan dejado, y en el recuerdo y el afecto de los que aún viven en el mundo. Es bueno que quienes vengan detrás nos recuerden, pero el Señor nos enseña más: No temáis a los que matan el cuerpo, y no pueden matar el alma: temed más bien al que puede arrojar alma y cuerpo en el Inferno. Este es el santo temor de Dios, que tanto nos puede ayudar en ocasiones a alejarnos del pecado.


Para toda criatura, la muerte es un trance difícil, pero después de la Redención obrada por Cristo, ese momento tiene una significación completamente distinta. Ya no es solo el duro tributo que todo hombre ha de pagar por el pecado como justa pena por la culpa; es, sobre todo, la culminación de la entrega en manos de nuestro Redentor, el tránsito de este mundo al Padre; el paso a una vida nueva de eterna felicidad. Si somos fieles a Cristo, podremos decir con el Salmista: aunque haya que pasar por un valle tenebroso, no temo mal alguno, porque Tú estás conmigo. Esta serenidad y optimismo ante el momento final nacen de la firme esperanza en Jesucristo, que quiso asumir íntegramente la naturaleza humana, con sus flaquezas, a excepción del pecado, para destruir por su muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a aquellos que por el temor de la muerte andaban sujetos a servidumbre. Por eso enseña San Agustín que «nuestra herencia es la muerte de Cristo»: por ella podemos alcanzar la Vida.


La incertidumbre de nuestro fin debe empujarnos a confiar en la misericordia divina y a ser muy fieles a la vocación recibida, gastando nuestra vida en servicio de Dios y de la Iglesia allí donde estemos. Siempre debemos tener presente, y de modo particular cuando llegue ese momento último, que el Señor es un buen Padre, lleno de ternura por sus hijos. ¡Es nuestro Padre Dios quien nos dará la bienvenida! ¡Es Cristo quien nos dice: Ven, bendito de mi Padre...!


La amistad con Jesucristo, el sentido cristiano de la vida, el sabernos hijos de Dios, nos permitirán ver y aceptar la muerte con serenidad: será el encuentro de un hijo con su Padre, a quien ha procurado servir a lo largo de esta vida. Aunque haya de pasar por un valle tenebroso, no temo mal alguno, porque Tú estás conmigo.

Meditación diaria