Valor infinito de la Santa Misa





El Sacrificio de la Misa, al ser esencialmente idéntico al Sacrificio de la Cruz, tiene un valor infinito. En cada Misa se ofrece a Dios Padre una adoración, acción de gracias y reparación infinitas, independientemente de las disposiciones concretas de quienes asisten y del celebrante, porque Cristo es el Oferente principal y la Víctima que se ofrece. Resulta, por tanto, que no existe un modo más perfecto de adorar a Dios que el ofrecimiento de la Misa, en la cual su Hijo Jesucristo es ofrecido como Víctima, actuando Él mismo como Sumo Sacerdote.


No hay tampoco un modo más perfecto de dar gracias a Dios por todo lo que es y por sus continuas misericordias para con nosotros: nada en la tierra puede resultar más grato a Dios que el Sacrificio del altar. Cada vez que se celebra la Santa Misa, a causa de la infinita dignidad del Sacerdote y de la Víctima, se repara por todos los pecados del mundo: se trata de la única perfecta y adecuada reparación, a la que debemos unir nuestros actos de desagravio. Es el único sacrificio adecuado que podemos ofrecer los hombres, y a través de él pueden cobrar un valor infinito nuestro quehacer diario, nuestro dolor y nuestras alegrías. La Santa Misa «es realmente el corazón y el centro del mundo cristiano»8. En este Santo Sacrificio «está grabado lo que de más profundo tiene la vida de cada uno de los hombres: la vida del padre, de la madre, del niño, del anciano, del muchacho y de la muchacha, del profesor y del estudiante, del hombre culto y del hombre sencillo, de la religiosa y del sacerdote. De cada uno sin excepción. He aquí que la vida del hombre se inserta, mediante la Eucaristía, en el misterio del Dios viviente»9.


Los frutos de cada Misa son infinitos, pero en nosotros se encuentran condicionados por nuestras personales disposiciones y, por ello, limitados.


Nuestra Madre la Iglesia nos invita a participar en el acto más sublime que cada día ocurre, de una forma consciente, activa y piadosa10. De un modo particular hemos de procurar estar atentos y recogidos en el momento de la Consagración; en estos instantes procuraremos penetrar en el alma de quien es a la vez Sacerdote y Víctima, en su amorosa oblación a Dios Padre, como ocurrió en el Calvario. Este Sacrificio será entonces el punto central de nuestra vida diaria, como lo es de toda la liturgia y de la vida de la Iglesia. Nuestra unión con Cristo en el momento de la Consagración será más plena cuanto más lo sea nuestra identificación con la voluntad de Dios, cuanto mayores sean nuestras disposiciones de entrega. En unión con el Hijo ofrecemos al Padre la Santa Misa, y al propio tiempo nos ofrecemos nosotros mismos por Él, con Él y en Él. Este acto de unión debe ser tan profundo y verdadero que penetre todo nuestro día e influya decisivamente en nuestro trabajo, en nuestras relaciones con los demás, en nuestras alegrías y fracasos, en todo.


Si cuando llegue la Comunión Jesús nos encuentra con estas disposiciones de entrega, de identificación amorosa con la voluntad de Dios Padre, ¿qué otra cosa hará sino derramar en nosotros el Espíritu Santo, con todos sus dones y gracias? Tenemos muchas ayudas para vivir bien la Santa Misa. Entre otras, la de los ángeles, que «siempre están allí presentes en gran número para honrar este santo misterio. Juntándonos a ellos y con la misma intención, forzosamente hemos de recibir muchas influencias favorables de esta compañía. Los coros de la Iglesia militante se unen y se juntan con Nuestro Señor, en este divino acto, para cautivar en Él, con Él y por Él, el corazón de Dios Padre, y para hacer eternamente nuestra su misericordia». Acudamos a ellos para evitar las distracciones, y esforcémonos en cuidar con más amor ese rato único en el que estamos participando del Sacrificio de la Cruz.