Aparición de Jesús resucitado a Daniel —Valtorta



A Daniel, pariente del fariseo Elquías, con el Anciano Simón.

Elquías, el fariseo, con otros de su misma índole, está deliberando sobre las medidas que deben tomarse con el Anciano Simón (el que echó de su casa al padre, por haberse hecho seguidor de Jesús, Quien lo colocó con un justo en su negocio, aún allí, Simón mandó asesinar a su propio padre...), el cual, enloquecido el viernes santo, habla y dice demasiadas cosas. Varias son las propuestas. Hay quien propone aislarle en algún lugar desierto, donde sus gritos no puedan ser oídos sino por un criado fidelísimo y de las mismas ideas que ellos; hay quien, más benigno, confía en que, siendo un trastorno pasajero, bastaría dejarlo donde está.

Elquías responde:

-Lo he traído aquí porque no sabía a qué otro lugar llevarlo. Pero vosotros sabéis que tengo muchas dudas sobre mi pariente Daniel...

Otros, más malvados aún que Elquías, dicen:
-Quiere huir, irse por el mar. ¿Por qué no complacerlo?
-Porque es incapaz de actos ordenados. En el mar él solo perecería; y ninguno de nosotros es capaz de guiar una barca. -¡Y aunque lo fuéramos! ¿Qué sucedería en el lugar de llegada con esas cosas que dice? Dejadlo a él elegir el camino...

En presencia de todos, incluso de tu pariente, haz que él exprese su voluntad: y que se haga como él desea.

Se aprueba esta propuesta. Elquías, llamando a un criado, ordena que lleven a Simón y llamen a Daniel. Aparecen ambos, y, si Daniel tiene aspecto de un hombre que se siente violento en compañía de cierta gente, el otro tiene verdaderamente el aspecto de un demente.

-Óyenos, Simón. Dices que te tenemos prisionero porque queremos matarte...
-Debéis. Porque ésa es la orden.
-Tú deliras, Simón. Calla y escucha. ¿Dónde te parecería que te curarías?
-En el mar. En el mar. En medio del mar, donde no hay ninguna voz, donde no hay ningún sepulcro; porque los

sepulcros se abren y salen los muertos y mi madre dice...
-¡Calla! Escucha. Nosotros te estimamos. Como si fueras carne nuestra. ¿Estás seguro de que quieres ir al mar?
-Claro que lo quiero. Porque aquí los sepulcros se abren y mi madre...
-Pues irás. Te llevaremos al mar, te daremos una barca y tú...
-¡Haciendo eso, cometéis un homicidio! ¡Está fuera de sí! ¡No puede ir solo! - grita el honesto Daniel.
-Dios no fuerza la voluntad del hombre. ¿Podríamos nosotros hacer lo que Dios no hace?
-¡Pero él no razona! No tiene voluntad ya. ¡Tiene menos inteligencia que un recién nacido! ¡No podéis...!
-Tú calla, que no eres más que un labriego. Nosotros sabemos... Mañana partiremos para el mar. Puedes estar 
contento, Simón. ¿Al mar, comprendes?

-¡Ah! ¡Dejaré de oír las voces de la Tierra! Ya sin las voces... ¡Ah! - un grito largo, un espasmo de agitación, un taparse los ojos y los oídos. Y otro grito, el de Daniel, que huye aterrorizado.

-¿Pero qué pasa? ¿Qué sucede? ¡Parad a ese loco y a ese necio! ¿Pero es que estamos todos perdiendo el juicio? - grita Elquías.

Pero ese al que Elquías llama "el necio", o sea, su pariente Daniel, tras haber corrido durante unos metros, se postra en

el suelo; el otro, por el contrario, en el sitio en que está, echa espuma mientras sufre una convulsión horrorosa, y grita, grita: -¡Hacedle callar! ¡No está muerto, y grita, grita, grita! ¡Más que mi madre, más que mi padre, más que en el Gólgota! ¡Allí, allí! ¿No veis allí? - Señala hacia donde está Daniel, sereno, sonriente, alzado su rostro, después de haber estado rostro en tierra.

Elquías llega adonde Daniel. Lo zarandea bruscamente, furioso, sin ocuparse de Simón, que se revuelca por el suelo y echa espuma y emite gritos bestiales en el centro del aterrorizado círculo que forman los demás. Elquías increpa a Daniel: -Visionario ocioso, ¿quieres decirme qué es lo que haces?

-Déjame. Ahora te conozco. Y me alejo de ti. He visto -para mí benigno, para vosotros terrible- a Aquel que queréis hacerme creer que está muerto. Yo me marcho. Más que el dinero y todas las otras riquezas, lo que tutelo es mi alma. ¡Adiós, maldito! Y, si puedes, procura merecer el perdón de Dios.

-¿Pero, a dónde vas? ¿A dónde? ¡Yo no quiero!

-¿Tienes, acaso, el derecho de tenerme prisionero? ¿Quién te ha dado ese derecho? Te dejo a ti lo que tú amas y sigo lo que yo amo. Adiós - le vuelve la espalda y se marcha rápido, como arrastrado por una fuerza sobrehumana, hacia abajo, por la ladera vestida del verde de olivos y árboles frutales.

Elquías -y no sólo él- está lívido. La ira los ahoga a todos. Elquías amenaza venganza contra su pariente, contra todos los que «con sus frenesíes», dice, afirman que el Galileo vive. Quiere decir quiere actuar...

Uno -no sé quién es- dice:

-Actuaremos, actuaremos, pero no podremos cerrar todas las bocas, ni las pupilas, que hablan porque ven. ¡Estamos derrotados! Pesa sobre nosotros el delito. Ahora viene la expiación... - y se golpea el pecho, envuelto en una angustia que le hace parecerse a uno que esté subiendo los peldaños de un patíbulo - La venganza de Yeohveh - dice, y todo el terror milenario de Israel aflora en su voz.

Entretanto, herido, echando espuma, aterrorizado, Simón brama con gritos de réprobo:

-¡Parricida me ha llamado! ¡Haced que se calle! ¡Que se calle! ¡Parricida! ¡La misma palabra de mi madre! ¡¿Es que todos los muertos dicen las mismas palabras?!...