Compasión práctica para quien nos necesita



La parábola tuvo su origen en la pregunta de un doctor de la ley, que le interpeló: ¿Quién es mi prójimo? Para que a todos quedara claro, el Señor hizo desfilar ante el herido diversos personajes: Bajaba casualmente por el mismo camino un sacerdote; y viéndole pasó de largo. Asimismo, un levita, llegando cerca de aquel lugar, lo vio y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de camino llegó hasta él, y al verlo se movió a compasión, y acercándose vendó sus heridas echando en ellas aceite y vino, lo hizo subir en su propia cabalgadura, lo condujo a la posada y él mismo lo cuidó.


Quiere enseñarnos Jesús que nuestro prójimo es todo aquel que está cerca de nosotros –sin distinción de raza, de afinidades políticas, de edad...– y necesite nuestro socorro. El Maestro nos ha dado ejemplo de lo que debemos hacer nosotros. «Este Samaritano (Cristo) lavó nuestros pecados, sufrió por nosotros, cargó con el hombre medio muerto, llevándole a la posada, esto es, a la Iglesia, que recibe a todos y que no niega su auxilio a nadie, y a la cual nos convoca Jesús diciendo: Venid a Mí... (Mt 11, 28). Una vez que le llevó a la posada, no se marchó inmediatamente, sino que se quedó con él una jornada entera, cuidándole día y noche... Cuando a la mañana siguiente quiere marcharse, da de su buen dinero dos denarios y encarga al posadero, a los ángeles de su Iglesia, que cuiden y lleven al Cielo al que Él había cuidado en las angustias de este tiempo».


El Señor nos anima a una compasión efectiva y práctica, que pone el remedio oportuno, ante cualquier persona que encontremos lastimada en el camino de la vida. Estas heridas pueden ser muy diversas: lesiones producidas por la soledad, por la falta de cariño, por el abandono; necesidades del cuerpo: hambre, vestido, casa, trabajo...; la herida profunda de la ignorancia...; llagas en el alma producidas por el pecado, que la Iglesia cura en el sacramento de la Penitencia, pues Ella «es la posada, colocada en el camino de la vida, que recibe a todos los que llegan, cansados del viaje o cargados con los sacos de sus culpas, en donde, dejando la carga de los pecados, el viajero fatigado descansa y, después que ha descansado, se repone con saludable alimento».


Debemos poner los medios para remediar esas situaciones de indigencia, como Cristo mismo lo haría en esas circunstancias. ¡Qué buenos medios son la caridad y la compasión para identificarnos con el Maestro! «Bajo sus múltiples formas –indigencia material, opresión injusta, enfermedades físicas y psíquicas y, por último, la muerte– la miseria humana es el signo manifiesto de la debilidad congénita en que se encuentra el hombre tras el primer pecado y de la necesidad de salvación. Por ello, la miseria humana atrae la compasión de Cristo Salvador, que la ha querido cargar sobre sí mismo (Mt 8, 17) e identificarse con los más pequeños de sus hermanos (Mt 25, 40; 45). También por ello, los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia por parte de la Iglesia, que, desde sus orígenes, y a pesar de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos y liberarlos».


Cuando nos acerquemos a quien padece necesidad hemos de hacerlo con una caridad eficaz y poniendo el corazón, haciendo nuestra aquella miseria que tratamos de remediar. Advierte un autor clásico castellano que «el que de veras desea acertar a contentar a Dios, entienda que una de las cosas principales que para esto sirven es el cumplimiento de este mandamiento de amor, con tal que este amor no sea desnudo y seco, sino acompañado de todos los afectos y obras que del verdadero amor se suelen seguir, porque de la otra manera no merecería el nombre de amor...». Y añade a continuación: «debajo de este nombre de amor, entre otras muchas cosas, se encierran señaladamente estas seis, conviene a saber: amar, aconsejar, socorrer, sufrir, perdonar y edificar».


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