Viganò, bergoglio y el Concilio VII




Mensaje del Arzobispo Carlo Maria Viganò




REPETITA JUVANT

Cómo con su propia autorreferencialidad la “Iglesia conciliar”

 

se coloca de facto fuera del surco de la Tradición de la Iglesia de Cristo

 

Con la prosopopeya que caracteriza a la propaganda ideológica, el reciente panegírico de Bergogliano (con motivo del sexagésimo aniversario de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II no dejó de confirmar, más allá de la retórica vacía, la total autorreferencialidad de la “Iglesia conciliar”, es decir, de esa organización subversiva nacida casi imperceptiblemente del Concilio y que en estos sesenta años ha eclipsado casi totalmente a la Iglesia de Cristo, ocupando su liderazgo y usurpando su autoridad.


La “Iglesia conciliar” se considera heredera del Vaticano II, prescindiendo de los otros veinte Concilios Ecuménicos que le precedieron a lo largo de los siglos: éste es el principal factor de su autorreferencialidad. Prescinde de ellos en la Fe, proponiendo una doctrina contraria a la enseñada por Nuestro Señor, predicada por los Apóstoles y transmitida por la Santa Iglesia; prescinde de ellos en la Moral, derogando principios en nombre de la moral de situación; finalmente, prescinde de ellos en la Liturgia, que como expresión orante de la lex credendi se ha adaptado al nuevo Magisterio, y al mismo tiempo se ha prestado ella misma como un muy poderoso instrumento de adoctrinamiento de los fieles. La Fe del pueblo ha sido científicamente corrompida a través de la adulteración de la Santa Misa llevada a cabo con el Novus Ordo, gracias al cual los errores contenidos in nuce en los textos del Vaticano II han tomado cuerpo en la acción sagrada y se han extendido como un contagio.


Pero si por un lado la “Iglesia conciliar” se empeña en reiterar que no quiere tener nada que ver con la “antigua Iglesia”, y menos aún con la “antigua Misa", declarando a una y otra lejanas e impracticables precisamente por ser incompatibles con el imaginario “espíritu del Concilio”, por otro lado confiesa impunemente la pérdida de ese vínculo de continuidad con la Traditio que es el supuesto necesario -querido por el mismo Cristo- para el ejercicio de la autoridad y del poder por parte de la Jerarquía, cuyos miembros, desde el Romano Pontífice hasta el más desconocido Obispo in partibus, son Sucesores de los Apóstoles y como tales deben pensar, hablar y actuar.


Este corte radical con el pasado -evocado con tintes lúgubres por la elocuencia primitiva de quienes acuñaron neologismos como “indietrismo” y lanzaron anatemas contra “los encajes de la abuela”- no se limita, obviamente, a las formas externas -con todo lo que tienen como forma de una sustancia muy precisa, no casualmente manipulada-, sino que se extiende a los fundamentos mismos de la Fe y de la Ley Natural, llegando a una verdadera y auténtica subversión de la institución eclesiástica, hasta el punto de contradecir la voluntad de su divino Fundador.


A la pregunta “¿Me amas?”, la Iglesia bergogliana -pero antes la Iglesia conciliar, con menos desvergüenza, pero siempre jugando con mil distinciones- “se pregunta a sí misma”, porque “el estilo de Jesús no es tanto dar respuestas, sino hacer preguntas”. Habría que preguntarse, si se toman en serio estas inquietantes palabras, en qué consisten la Revelación divina y el ministerio terrenal de Nuestro Señor, el mensaje del Evangelio, la predicación de los Apóstoles y el Magisterio de la Iglesia, si no es en responder a las preguntas del hombre pecador, que es él mismo quien se hace preguntas, al estar sediento de la Palabra de Dios necesita conocer las Verdades eternas y saber cómo conformarse a la Voluntad del Señor para alcanzar la felicidad en el Cielo.


El Señor no hace preguntas, sino que enseña, amonesta, ordena, manda, porque Él es Dios, Rey, Sumo y eterno Pontífice. No nos pregunta quién es el Camino, la Verdad, la Vida, sino que se señala a así mismo como Camino, Verdad y Vida, como Puerta del redil, como Piedra Angular. Y a su vez subraya su obediencia al Padre en la economía de la Redención, mostrándonos su santa sumisión como ejemplo a imitar.


La visión de Bergoglio trastoca las relaciones, las subvierte: el Señor le hace a Pedro una pregunta con la que él, al responder, sabe bien lo que significa en la práctica amar a Nuestro Señor. Y la respuesta no es opcional, ni puede ser negativa o elusiva, como lo hace la “Iglesia conciliar”, que para no desagradar al mundo y no aparecer como fuera de moda, da mayor importancia a las seducciones de las ideologías pasajeras y engañosas, negándose a transmitir en su integridad lo que Su Jefe le ha mandado enseñar fielmente. “¿Me amas?”, pregunta el Señor a los cardenales inclusivos, a los obispos sinodales, a los prelados ecuménicos, y ellos responden como los invitados a la boda: “He comprado un campo y tengo que ir a verlo; por favor considérenme justificado” (Lc 14, 18). Hay compromisos mucho más apremiantes, mucho más rentables, de los que obtener prestigio y aprobación social. No hay tiempo para seguir a Cristo ni mucho menos para apacentar sus ovejas, peor aún si te obstinas en el “indietrismo”, cualquiera sea su significado.


Por eso no hay otros Concilios, si no su Vaticano II, que por el hecho de ser el único al que apelan se muestra contemporáneamente extraño, si no completamente opuesto en forma y contenido a lo que son todos los Concilios Ecuménicos: la única voz del único Maestro, del único Pastor. Si la voz de su Concilio no es compatible con la del Magisterio que le precedió; si el culto público no puede expresarse en la forma tradicional porque lo consideran en contradicción con la “nueva eclesiología” de la “nueva Iglesia”, la ruptura entre el antes y el después existe y es innegable; y de hecho están orgullosos de ello, presentándose como innovadores de algo que not es innovandum. Y para que no se vea que existe una alternativa creíble y segura, todo lo que represente y recuerde el pasado debe ser denigrado, ridiculizado, banalizado y finalmente eliminado, aplicando primero esa cultura de la cancelación hoy adoptada por la ideología del despertar. De aquí se entiende la aversión a la liturgia antigua, a la sana doctrina, al heroísmo de la santidad testimoniada por las obras y no enunciada en fatuos anuncios desalmados.


Bergoglio habla de una “iglesia que escucha", pero precisamente porque “por primera vez en la historia, ha dedicado un Concilio a interrogarse a sí misma, a reflexionar sobre su propia naturaleza y sobre su misión” demuestra que quiere obrar por sí mismo, que puede renunciar al legado de la Tradición y renegar de su propia identidad, precisamente “por primera vez en la historia”. Esta autorreferencialidad parte del supuesto de un “mejor” a implementar frente a un “peor” a corregir, y esto no se refiere a las debilidades y las infidelidades de sus miembros individuales, sino a “su propia naturaleza y misión” que Nuestro Señor ha establecido de una vez para siempre y que no corresponde a Sus Ministros cuestionar. 


Sin embargo, Bergoglio afirma: “Volvamos al Concilio para salir de nosotros mismos y superar la tentación de la autorreferencialidad, que es un modo de ser mundano”, mientras que el mismo “volver al Concilio” es la prueba más descarada de su autorreferencialidad y ruptura con el pasado.


Así, los siglos de mayor expansión de la Iglesia -durante los cuales se enfrentó a los herejes e hizo más explícita la doctrina referida a las verdades que éstos impugnaban- se consideran un vergonzoso paréntesis de “clericalismo” que hay que olvidar, porque encontramos todos esos mismos errores en en las desviaciones del Concilio. El pasado remoto -el de la presunta antigüedad cristiana, el de los “siglos primitivos”, el de los “ágapes fraternos”- en el relato del Concilio es esencialmente una falsificación histórica, que oculta deliberadamente el testimonio viril de los primeros cristianos y de sus pastores, perseguidos y martirizados a causa de su Fe, de su negativa a quemar incienso ante la estatua del César, de su conducta moral en contraste con las costumbres corruptas de los paganos. Esa coherencia, incluso de mujeres y niños, debería avergonzar a quienes profanan la Casa de Dios rindiendo culto a la Pachamama para complacer los delirios amazónicos del green deal, escandalizando a los sencillos y ofendiendo a la Majestad divina con actos idolátricos. ¿No es esta autorreferencialidad la que ha llegado a violar el Primer Mandamiento para seguir sus divagaciones ecuménicas?


No nos dejemos engañar por estas seductoras palabras, que no están lanzadas al azar: la Iglesia de Cristo nunca ha sido “autorreferencial”, sino cristocéntrica, porque es el Cuerpo Místico del que Cristo es Cabeza, y sin Cabeza no puede subsistir. Por el contrario, es inexorablemente autorreferencial su versión desoladamente mundana y desprovista de horizontes sobrenaturales esa Iglesia que se autodenomina “Iglesia conciliar” y que ejerce su poder basada en el engaño de presentarse como la que propone un retorno a la pureza de sus orígenes después de siglos en los que se habría encerrado “en los recintos de la comodidad y de las convicciones”, y contemporáneamente pretende poder adulterar la enseñanza que Cristo mandó transmitir fielmente.


¿Qué “comodidades” habrían caracterizado la historia bimilenaria de la Esposa del Cordero, viendo la persecución ininterrumpida que ha sufrido, la sangre derramada por los mártires, las batallas libradas por los herejes y cismáticos, el compromiso de sus ministros en la difusión del Evangelio y de la Moral cristiana? ¿Y cuáles serían las dificultades de una Iglesia que se cuestiona a sí misma sin convicción, que se somete con celo a las exigencias del mundo, que se pone en línea con la ideología verde y al transhumanismo, que bendice las uniones homosexuales, que dice estar dispuesta a acoger a los pecadores sin pretender convertirlos, que incluso está de acuerdo con los poderosos de la tierra en la propaganda de las vacunas, esperando sobrevivir a sí misma?

Hay algo terriblemente egocéntrico, propio de la soberbia luciferina, en pretender ser mejor que los que nos han precedido, culpándoles erróneamente de un autoritarismo al que se recurre en primer lugar y con fines opuestos a la salvación de las almas.


Otro signo de autorreferencialidad es querer imponer a la Iglesia una estructura democrática que subvierte la estructura esencialmente monárquica (de hecho, yo diría imperial) querida por Cristo. En efecto, hay una Iglesia docente constituida por los pastores bajo la guía del Romano Pontífice, y una Iglesia docente constituida por el pueblo de Dios, los fieles. La anulación de la impostación jerárquica -que Bergoglio define como “el feo pecado del clericalismo que mata a las ovejas, no las guía, no las hace crecer”- apunta a otro engaño mucho más grave, más aún, a una verdadera y auténtica subversión en el cuerpo eclesial: fingir que se puede compartir el poder de los que tienen la responsabilidad de transmitir el auténtico Magisterio con aquéllos que, no ordenados y por lo tanto no asistidos por la gracia de estado, tienen en cambio el derecho a ser conducidos a pastos seguros. 


La palabra magister lleva implícita la superioridad ontológica -magis- del que enseña sobre el que aprende lo que aún no sabe. Y el pastor, ciertamente, no puede decidir con las ovejas adónde conducirlas, porque como rebaño no saben a dónde ir y están expuestas a los asaltos de los lobos. Hacer creer que el cuestionamiento de “su propia naturaleza y misión” puede representar un retorno a los orígenes es una mentira colosal: “sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando” (Jn 15, 14), dijo Cristo. Y así deben mandar sus Ministros, que como tales, mientras permanezcan sometidos a Él, ejercen la autoridad vicaria de la Cabeza del Cuerpo Místico. Ministros (de minus, que indica la inferioridad jerárquica) en el sentido etimológico de servidores, sometidos a la autoridad de su amo; de modo que la Jerarquía Católica es Magistra al enseñar sólo lo que como Ministra ha recibido de Cristo y custodia celosamente.


Esta visión democrática y antijerárquica de la “Iglesia conciliar” se confirma en primer lugar en su liturgia, en la que está casi negado el rol ministerial del celebrante, en beneficio del “pueblo sacerdotal” teorizado por Lumen Gentium y puesto en blanco y negro en la herética formulación del artículo 7 de la Institutio Generalis del Misal Montiniano de 1969: “La Cena del Señor, o Misa, es la synaxis sagrada o asamblea del pueblo de Dios, presidida por el sacerdote, para celebrar el memorial del Señor. Por eso, la promesa de Cristo se aplica eminentemente a esta asamblea local de la Santa Iglesia: ‘Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos’ (Mt. 18, 20)”. ¿Qué es esto sino autorreferencialidad al llegar a modificar la definición misma de la Misa en la línea de ese “espíritu del Concilio” y en contradicción con los cánones dogmáticos del Tridentino y todo el Magisterio anterior al Vaticano II?


La Iglesia no es ni puede ser democrática, ni “sinodal”, como gusta llamarla eufemísticamente hoy: el santo pueblo de Dios no “existe para pastorear a los demás, a todos los demás”, sino para que haya una Jerarquía que les asegure los medios sobrenaturales para alcanzar la meta eterna y para que “todos los demás” -muchos, pero no todos- sean conducidos al único redil bajo la guía del único Pastor por la Providencia de Dios: “Y tengo otras ovejas que no son de este redil; a éstas también debo guiar” (Jn 10, 16).


La enérgica denuncia del cardenal Muller sobre la amenaza que representa el planteamiento herético de la sinodalidad -cuyos frutos insospechados ya se ven- está muy motivada en este sentido y atestigua el grave malestar de tantos pastores divididos entre la fidelidad a la ortodoxia católica y la evidencia de la traición que están perpetrando sus indignos custodios actuales. Puede que no estuvieran en contra de la “iglesia conciliar” y del “Concilio” -entre comillas- mientras no era evidente su impacto devastador en la vida de los fieles individuales, de todo el cuerpo eclesial y del mundo; pero hoy, frente la evidencia del más completo y desastroso fracaso del Vaticano II y de la miserable elección de abandonar la Sagrada Tradición, incluso los más prudentes y moderados se ven obligados a reconocer la estrechísima correlación entre el propósito fijado, los medios adoptados y el resultado obtenido. 


En efecto, considerando precisamente de la meta que se quería alcanzar, deberíamos preguntarnos si lo que se nos anunciaba con entusiasmo como la “primavera conciliar” no era un pretexto, detrás del cual se escondía en realidad el plan inconfesable contra la Iglesia de Cristo. Los fieles no sólo no participan más conscientemente en los Santos Misterios, como se les prometió, sino que han llegado a considerarlos superfluos, llevando la asistencia a Misa a niveles ínfimos. Tampoco puede decirse que los jóvenes encuentren algo emocionante o heroico en abrazar el Sacerdocio o la Vida Religiosa, ya que ambos han sido banalizados, privados de su especificidad, del sentido de ofrenda y sacrificio a ejemplo de Nuestro Señor, que toda acción verdaderamente católica debe conllevar. La vida civil se ha vuelto bárbara más allá de las palabras, y con ella la moral pública, la santidad del matrimonio, el respeto mismo a la vida y el orden de la Creación. 


Y estos propagandistas del Vaticano II responden con los desafíos de la bioingeniería, del transhumanismo, vegetando seres producidos en serie y conectados a la red global como si meter mano en la naturaleza humana no fuera una aberración satánica indigna de ser siquiera pensada hipotéticamente. Les oímos pontificar que “la exclusión de los inmigrantes es repugnante, es pecaminosa, es criminal”, mientras las ONG, Cáritas y las asociaciones de asistencia social se benefician con el tráfico de inmigrantes ilegales a costa del Estado y niegan la hospitalidad a los propios italianos, abandonados por las instituciones y acosados por las crisis inducidas por el Sistema. Exhortan a las naciones “soberanistas” a desarmarse y a hacer que sus ciudadanos se avergüencen de su identidad, pero teorizan sobre la licitud de enviar armas a Ucrania a un títere del Nuevo Orden Mundial, financiado por entidades globalistas y por las grandes organizaciones de la élite.


Otro gravísimo error teológico que adultera la verdadera naturaleza de la Iglesia radica en los fundamentos esencialmente laicistas de la eclesiología del Concilio, no sólo en cuanto a su visión de la institución y a su rol en el mundo, sino también por haber cortado el vínculo de complementariedad jerárquica entre la autoridad espiritual de la Iglesia y la autoridad civil del Estado, ambas originadas en el señorío de Cristo. Este tema, aparentemente complejo en su tratamiento casi iniciático por parte de los devotos del Vaticano II, ha sido objeto de un reciente discurso de Joseph Ratzinger y me propongo abordarlo por separado.

“Tú que nos amas -dice Bergoglio en su homilía sobre la “memoria de san Juan XXIII”-, líbranos de la presunción de autosuficiencia y del espíritu de crítica mundana. Líbranos de la autoexclusión de la unidad. Tú, que nos alimentas con ternura, sácanos de los recintos de la autorreferencialidad. Tú, que quieres que seamos un rebaño unido, líberanos del diabólico artificio de las polarizaciones, de los ‘ismos’”. Palabras de una impudicia inaudita, casi burlona. Pues bien, ha llegado el momento en el que los clérigos y los fieles de la “Iglesia conciliar” se pregunten si ésta no es la primera en presumir que puede ser autosuficiente, en alimentar la crítica mundana burlándose de los buenos católicos como rígidos e intolerantes, en excluirse deliberadamente de la unidad en la Tradición, en pecar orgullosamente de autorreferencialidad.

 

+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo

26 de octubo de 2022

San Evaristo papa y mártires

 

Publicado originalmente en italiano el 26 de octubre de 2022, en https://www.marcotosatti.com/2022/10/27/vigano-60-anni-di-concilio-e-chiesa-auto-referenziale/

 

Traducción al español por: José Arturo Quarracino