Alegría de recibir al Señor en la Sagrada Comunión

El Salmo 121, que leemos en la Misa de hoy, era un canto de los peregrinos que se acercaban a Jerusalén: Qué alegría –recitaban los peregrinos al aproximarse a la ciudad– cuando me dijeron: «Vamos a la casa del Señor». Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén
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Esta alegría es imagen también del Adviento, en el que cada día que transcurre es un paso más hacia la celebración del nacimiento del Redentor. Es además imagen de la alegría que experimenta nuestro corazón cuando nos acercamos bien dispuestos a la Sagrada Comunión.

Es inevitable que, junto a esta alegría, nos sintamos cada vez más indignos, a medida que se aproxima el momento de recibir al Señor, y si decidimos hacerlo, es porque Él quiso quedarse bajo las apariencias de pan y de vino precisamente para servir de alimento y, por tanto, de fortaleza para los débiles y enfermos. No se quedó para ser premio de los fuertes, sino remedio de los débiles. Y todos somos débiles y nos encontramos algo enfermos.

Toda preparación debe parecernos poca, y toda delicadeza insuficiente para recibir a Jesús. Así exhortaba San Juan Crisóstomo a sus fieles para que se dispusieran dignamente a recibir la Sagrada Comunión: «¿Acaso no es un absurdo tener tanto cuidado de las cosas del cuerpo que, al acercarse la fiesta, desde muchos días antes prepares un hermosísimo vestido..., y te adornes y embellezcas de todas las maneras posibles, y, en cambio, no tengas ningún cuidado de tu alma, abandonada, sucia, escuálida, consumida de hambre...?»

Si alguna vez nos sentimos fríos o físicamente desganados no por eso vamos a dejar de comulgar. Procuraremos salir de este estado ejercitando más la fe, la esperanza y el amor. Y si se tratara de tibieza o de rutina, está en nuestras manos el remover esa situación, pues contamos con la ayuda de la gracia. Pero no debemos confundir otros estados, por ejemplo de cansancio, con la situación de una mediocridad espiritual aceptada o de una rutina que crece por días. Cae en la tibieza el que no se prepara, el que no pone lo que está en su mano para evitar las distracciones cuando Jesús viene a su corazón. Es tibieza acercarse a comulgar manteniendo nuestra imaginación con otras cosas y pensamientos. Tibieza es no dar importancia al sacramento que se recibe.

La digna recepción del Cuerpo del Señor será siempre una oportunidad para encendernos en el amor. «Habrá quien diga: por eso, precisamente, no comulgo más a menudo, porque me veo frío en el amor (...). Y ¿porque te ves frío quieres alejarte del fuego? Precisamente porque sientes helado tu corazón debes acercarte más a menudo a este Sacramento, siempre que alimentes sincero deseo de amor a Jesucristo. Acércate a la Comunión –dice San Buenaventura– aun cuando te sientas tibio, fiándolo todo de la misericordia divina, porque cuanto más enfermo se halla uno, tanta mayor necesidad tiene del médico»


Nosotros, al pensar en el Señor que nos espera, podemos cantar llenos de gozo en lo más íntimo de nuestra alma: ¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor...!

El Señor se alegra también cuando ve nuestro esfuerzo por estar bien dispuestos para recibirle. Meditemos sobre los medios y el interés que ponemos en preparar la Santa Misa, en evitar las distracciones y desechar la rutina, en que nuestra acción de gracias sea intensa y enamorada, de forma que nos haga estar unidos a Cristo todo el día.


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