La cruz de cada día



La Cruz, el dolor y el sufrimiento, fue el medio que utilizó el Señor para redimirnos. Pudo servirse de otros medios, pero quiso redimirnos precisamente por la Cruz. Desde entonces el dolor tiene un nuevo sentido, solo comprensible junto a Él.


El Señor no modificó las leyes de la creación: quiso ser un hombre como nosotros. Pudiendo suprimir el sufrimiento, no se lo evitó a sí mismo. Aunque alimentó milagrosamente a muchedumbres enteras, Él quiso pasar hambre. Compartió nuestras fatigas y nuestras penas. El alma de Jesús experimentó todas las amarguras: la indiferencia, la ingratitud, la traición, la calumnia, el dolor moral en grado sumo al cargar con los pecados de la humanidad, la infamante muerte de cruz. Sus adversarios estaban admirados por lo incomprensible de su conducta: Salvó a otros –decían en tono de burla– y a sí mismo no puede salvarse6.


Después de la Resurrección, los Apóstoles serían enviados al mundo entero para dar a conocer los beneficios de la Cruz. Era preciso que el Mesías padeciera esto, explicará el mismo Señor a los discípulos de Emaús.


El Señor quiere que evitemos el dolor y que luchemos contra la enfermedad con todos los medios a nuestro alcance; pero quiere, a la vez, que demos un sentido redentor y de purificación personal a nuestros sufrimientos y dolores; también a los que nos parecen injustos o desproporcionados. Esta doctrina llenaba de alegría a San Pablo en su prisión, y así se lo manifestaba a los primeros cristianos de Asia Menor: Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia.


No les santifica el dolor a aquellos que sufren en esta vida a causa de su orgullo herido, de la envidia, de los celos, etc. ¡Cuánto sufrimiento fabricado por nosotros mismos! Esa cruz no es la de Jesús, sino que surge precisamente por estar lejos de Él. Esa cruz es nuestra, y es pesada y estéril. Examinemos hoy en nuestra oración si llevamos con garbo la Cruz del Señor.

Frecuentemente esa Cruz consistirá en pequeñas contrariedades que se atraviesan en el trabajo, en la convivencia: puede ser un imprevisto con el que no contábamos, el carácter de una persona con la que necesariamente hemos de convivir, planes que debemos cambiar a última hora, instrumentos de trabajo que se estropean cuando más nos eran necesarios, dificultades producidas por el frío o el calor, incomprensiones, una pequeña enfermedad que nos hace estar con menos capacidad de trabajo ese día...


El dolor –pequeño o grande–, aceptado y ofrecido al Señor, produce paz y serenidad; cuando no se acepta, el alma queda desentonada y con una íntima rebeldía que se manifiesta enseguida al exterior en forma de tristeza o de mal humor. Ante la Cruz pequeña de cada día hemos de tomar una actitud decidida y cargar con ella. El dolor puede ser un medio que Dios nos envía para purificar tantas cosas de nuestra vida pasada, o para ejercitar las virtudes y para unirnos a los padecimientos de Cristo Redentor, que, siendo inocente, sufrió el castigo que merecían nuestros pecados.


Los mártires inocentes proclaman tu gloria en este día, Señor, pero no de palabra, sino con su muerte; concédenos por su intercesión testimoniar con nuestra vida la fe que profesamos de palabra


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