Una Iglesia de falsos pastores y mercenarios --Mons. Viganò


IN CINERE ET CILICIO

[Con cenizas y con cilicio]

Homilía en el Miércoles de Ceniza, con el ayuno a la cabeza

 

 

SOLO HAY UNA COSA que mueve al Señor a la compasión, frente la multitud de nuestros pecados: la penitencia. Esa penitencia sincera que confirma en la actitud exterior el verdadero arrepentimiento por las faltas cometidas, la intención de no volver a cometerlas, la voluntad de repararlas y, sobre todo, el dolor por haber ofendido con ellas a la divina Majestad. In cinere et cilicio, con ceniza y con el cilicio, es decir, con esa túnica enmarañada y espinosa procedente de Cilicia, tejida con pelo de cabra o de crin de caballo, que era utilizado como vestimenta por los soldados romanos y que representa el vestido espiritual y material de los penitentes.


La divina liturgia de este día estaba reservada antiguamente a los pecadores públicos, a quienes que se les imponía un período de penitencia hasta el Jueves Santo, en el que el obispo les impartía su absolución. Ecce ejicimini vos hodie a liminibus sanctæ matris Ecclesiæ propter peccata, et scelera vestra, sicut Adam primus homo ejectus est de paradiso propter transgressionem suam. Os echamos del recinto de la santa madre Iglesia a causa de vuestros pecados y crímenes, así como el primer hombre Adán fue expulsado del Paraíso a causa de su transgresión (Pontifical Romano, De expulsione publice Pœnitentium). Así intimaba el obispo en el conmovedor rito descrito en el Pontifical Romano, antes de dirigirles una exhortación a no desesperar de la misericordia del Señor, comprometiéndose con el ayuno, la oración, las peregrinaciones, la limosna y otras buenas obras para obtener los frutos de una verdadera penitencia. Finalizada esta paternal y severa advertencia, los penitentes arrodillados descalzos en el atrio de la iglesia veían cerrarse las puertas de la Catedral, donde el Obispo celebraba los divinos Misterios. 


Cuarenta días después, el Jueves Santo, volverían a situarse frente a esas puertas con la misma ropa humilde, de rodillas, con un cirio apagado en la mano. State in silentio: audientes audite, les ordenaba su archidiácono. Y continuaba, dirigiéndose al Obispo en nombre de los penitentes públicos, recordando sus obras de reparación. Lavant aquae, lavant lachrimæ. Entonces el obispo cantaba tres veces la antífona Venite y los recibía en la iglesia, donde se arrojaban conmovidos a sus pies, prostrate et flentes. En este punto el archidiácono decía: Restaura en ellos, Pontífice apostólico, lo que las seducciones del diablo han corrompido; por los méritos de tus oraciones y por medio de la gracia de la reconciliación, acercad a estos hombres a Dios, para que los que en otro tiempo se avergonzaban de sus pecados, ahora se regocijen para agradar al Señor en la tierra de los vivientes, después de haber derrotado al autor de la propia ruina (Pontifical Romano, De reconciliatione Pœnitentium).

 

He querido detenerme en este rito antiquísimo -y que les exhorto a leer y meditar para vuestra edificación- a fin de hacerles comprender cómo la severidad justa de la Iglesia nunca se separa de su misericordia maternal, siguiendo el ejemplo del Señor. Si ella negara que hay faltas que expiar, faltaría a la justicia; si engañara a los pecadores de que podrían merecer el perdón sin un arrepentimiento sincero, ofendería la misericordia de Dios y carecería de caridad. Por el contrario, ella no deja de recordarnos que somos hijos de la ira, a causa del pecado de Adán, de nuestros pecados, de los de nuestros hermanos y de los pecados públicos -hoy execrados- de las naciones. La Santa Iglesia nos recuerda la penitencia de Adán y Eva, la redención que comenzó en ese mismo paraíso con la maldición de la Serpiente y el anuncio del proto evangelio: Pondré enemistad entre ti y la Mujer, entre tu descendencia y la suya: Ella te aplastará la cabeza, y tú acecharás su calcañar (Gn 3, 15).


La Santa Iglesia nos muestra las numerosas ocasiones en que bajo la Ley Antigua nuestros padres pecaron de nuevo, y obtuvieron de nuevo misericordia de Dios gracias a la penitencia: se recuerda el ejemplo de los habitantes de Nínive también en las oraciones y en los textos de la bendición de las Cenizas Sagradas. Nos muestra -especialmente en la liturgia de Cuaresma, Semana Santa y Semana Santa- la obediencia del Hijo de Dios a la voluntad del Padre, para realizar la obra admirable de la Redención consumada en el madero de la Cruz. Nos ofrece el ejemplo de los santos penitentes, nos muestra la necesidad de arrepentimiento y de conversión, nos instruye con la pedagogía admirable de los ritos sagrados a comprender la gravedad del pecado, la enormidad de la ofensa a la Majestad divina, la infinidad de los méritos del Sacrificio de Nuestro Señor que ella renueva en nuestros altares.


Esa puerta que se mueve lenta y pesadamente sobre sus goznes para cerrársela a los penitentes, dejándolos lejos del altar, no es una crueldad sorda, sino la severidad dolorosa de una madre que no cesa de orar por ellos, que los espera confiada en verlos arrepentidos y conscientes del Bien supremo del que les han privado sus faltas. Por la misma razón, desde la Semana de Pasión y hasta la Vigilia Pascual, las cruces e imágenes sagradas en las iglesias son cubiertas, para recordarnos nuestra indignidad como pecadores y el silencio de Dios, un silencio que Nuestro Señor experimentó también en el huerto de Getsemaní. y en la Cruz, y que igualmente experimentaron los místicos en los tormentos espirituales de la Noche Oscura.

 

¿Dónde ha terminado todo esto? ¿Por qué justamente en el momento en el que el mundo tenía mayor necesidad de ser llamado a la fidelidad a Cristo la liturgia de la Iglesia fue despojada de sus símbolos pedagógicamente más eficaces? ¿Por qué se abolió el rito de la expulsión de los penitentes públicos y con él el de su reconciliación? Y también: ¿por qué los Pastores ya no nos hablan más del pecado original, del vía crucis, de la necesidad de la penitencia? ¿Por qué la justicia divina es silenciada o negada, mientras que se distorsiona y frustra la misericordia de Dios, como si tuviéramos derecho a ella prescindiendo de nuestra contrición? ¿Por qué oímos que no se debe negar la absolución a nadie, cuando el arrepentimiento -como enseña el Concilio de Trento- es materia inseparable del sacramento, junto con la confesión de los propios pecados y la satisfacción de la penitencia? ¿Por qué se silencia la meditación de la Muerte, la inevitabilidad del Juicio, la realidad del Infierno para los condenados y el Paraíso para los elegidos?

Porque un orgullo luciferino ha llevado a construir un ídolo en lugar del Dios verdadero.


¿Qué puede ser más consolador que saber que nuestras innumerables infidelidades, incluso las más graves, pueden ser perdonadas si sólo nos reconocemos humildemente culpables y necesitados de la misericordia de Dios, quien entregó a su Hijo único para salvarnos y hacernos bienaventurados por toda la eternidad?


Es el mysterium iniquitatis, queridos hijos. El misterio de la iniquidad, de cómo Dios la permite para templarnos y hacernos dignos de la recompensa eterna; de cómo puede aparecer triunfante en su obscena arrogancia, mientras el Bien obra en el silencio y sin ruido; de cómo logra seducir a los hombres con falsas promesas, haciéndoles olvidar el horror del pecado, la monstruosidad de hacernos responsables de cada padecimiento sufrido por el Salvador, de cada escupitajo, de cada golpe, de cada azote, de cada herida, de cada espina, de cada gota de Su preciosísima Sangre, de cada lágrima, y ​​sobre todo de cada dolor espiritual causado al Hombre-Dios por nuestra ingratitud. Responsables de todos los sufrimientos de Su Santísima Madre, cuyo Inmaculado Corazón es traspasado por espadas afiladas, uniéndola a la Pasión de Su Hijo divino.

 

Dentro de cuarenta días Nínive será destruida (Jon 3, 4), anuncia el profeta Jonás. Los ninivitas creyeron en Dios, proclamaron un ayuno y se vistieron de sayal todos, desde el mayor al menor. Y la noticia llegó hasta el rey de Nínive, quien se levantó de su trono, se quitó su manto, se cubrió de sayal y se sentó sobre la ceniza. Luego mandó pregonar y decir en Nínive: “Por decreto del rey y de sus grandes, que hombres y bestias, ganado mayor y menor, no prueben bocado ni pasten ni beban agua. Que se cubran de sayal y clamen a Dios con fuerza; que cada uno se convierta de su mala conducta y de la violencia que hay en sus manos. ¡Quién sabe! Quizás Dios les vuelva a creer y se arrepienta, se vuelva del ardor de su cólera, y no perezcamos” (Jon 3, 5-9). 


Dentro de cuarenta días: esta advertencia vale también para nosotros, quizás más que para los ninivitas. Vale para este mundo corrupto y rebelde, que le quitó la corona real a Cristo para dejar que reine en él Satanás, homicida desde el principio. Vale para las naciones que alguna vez fueron católicas, en las que el horror del aborto, la eutanasia, la manipulación genética y la perversión de las costumbres clama venganza al Cielo. Vale para la Iglesia, infestada de falsos pastores y mercenarios, convertidos en servidores y cómplices del Príncipe de este mundo, y que consideran enemigos a los fieles que les han sido confiados. Vale para cada uno de nosotros, que frente a esta subversión universal creemos que podemos sustraernos del combate refugiándonos en la cómoda perspectiva de la intervención milagrosa de Dios, o fingiendo que podemos convivir con sus enemigos, aceptando su chantaje a condición de que nos dejen nuestros pequeños espacios para celebrar la Misa Tridentina.


Dentro de cuarenta días: es el tiempo que nos separa del temido documento “pontificio” con el que la autoridad de Pedro, instituida para preservar la unidad de la Fe en el vínculo de la Caridad, volverá a ser utilizada para acusar de cisma a los que no quieren doblegarse a nuevas e ilícitas restricciones de lo que durante dos mil años ha sido el tesoro más preciado de la Iglesia y el baluarte más tremendo contra los herejes: el Santo Sacrificio de la Misa. Documento que rasga el manto inconsútil de Cristo, difundiendo herejías y escándalos, y que tratará de desterrar del recinto sagrado a los que permanecen fieles al Señor.


Dentro de cuarenta días: es el tiempo propicio en que cada uno de nosotros, en el secreto de su aposento, podrá orar, ayunar, hacer penitencia, dar limosna y hacer buenas obras para expiar sus culpas, para reparar los pecados públicos del naciones, para implorar a la Majestad divina que no abandone su heredad, la Santa Iglesia, al oprobio de ser dominada por las naciones (Jon 2, 12).

 

Con estas disposiciones, queridos hijos, no será necesario recordaros la ley de la abstinencia y del ayuno, porque sabréis acumular aquellos tesoros espirituales que ningún poder terrenal os podrá arrebatar, y que serán la mejor preparación para la celebración de la Pascua que nos espera al final del camino cuaresmal.

In cinere et cilicio: que las cenizas sean signo de la vanidad del mundo, del carácter ilusorio de sus promesas, de la inexorabilidad de la muerte temporal; el cilicio espinoso que los soldados usaban como vestimenta nos incite al buen combate, como nos exhorta la oración final de la Bendición de las Cenizas: Concede nobis, Domine, præsidia militiæ christianæ sanctis inchoare jejuniis: ut contra spiritales nequitias pugnaturi, continente muniamur auxiliis. Concédenos, Señor, comenzar las defensas de la milicia cristiana con santos ayunos, para que estemos provistos de la protección de la continencia, teniendo que luchar contra enemigos espirituales.

Así sea.

 

+  Carlo Maria Viganò, Arzobispo

22 de febrero de MMXXIII

Miércoles de Ceniza

 

Publicado originalmente en italiano el 22 de febrero de 2023, en www.marcotosatti.com/2023/02/22/in-cinere-et-cilicio-una-chiesa-di-falsi-pastori-e-mercenari-mons-vigano/