Jesús habla de Su Madre —Valtorta



Pero María no sólo era la criatura que ama a la criatura que se forma en ella y que es el fruto de un doble amor de criaturas. María amaba a Dios en su hijo, venido a Ella con su Voluntad, con su Amor, con su Obediencia, para hacerse carne de su carne.

Miraba a su vientre inviolado y lo veía sagrario del Dios vivo. Sentía latir otro corazón y sabía que era el Corazón de un Dios hecho carne. Anticipaba con su deseo el momento de hacer de sus brazos mi altar para la primera ofrenda de la Hostia de perdón. Y se juraba a sí misma amarme como sólo Ella, sin peso de culpa, podía amarme para reparar por adelantado lo que ya hacía lagrimar su ojo y sangrar su corazón: las torturas de mi misión de Redentor.

Si es costumbre de los piadosos el realizar un retiro espiritual en la vigilia de un acontecimiento importante para ellos, para poder conocer la Voluntad del Señor y ser dignos de su bendición sobre la obra que está a punto de comenzar, bien podéis comprender cómo esta Criatura, ya perfecta en la oración, se haya ceñido con místicos velos para aislarse en un retiro espiritual cada vez más creciente cuanto más cercano estaba el cumplimiento del acontecimiento.

El viaje de Nazaret a Belén fue realizado por María como si estuviese rodeada por una mística clausura abierta sólo hacia el Cielo, que se acercaba cada vez más para estar sobre Ella con todos sus resplandores, sus cortejos angélicos, sus armonías celestiales, como el velo de un baldaquino real bordado con joyas.

Ya estaba en éxtasis. Y la multitud, que veía pasar a un hombre silencioso conduciendo las riendas de un borriquito cabalgado por una joven absorta en su pensamiento interior, se apartaba porque parecía que una luz emanase de ese grupo y detrás de él quedase un perfume celestial. Y la gente no sabía explicar el porqué los más pobres de entre ellos parecieran reyes ante los cuales las multitudes se dividen obsequiosas como olas del mar surcadas por nave majestuosa.

Era la Estrella del Mar quien pasaba, era la nave portadora de la Paz que pasaba entre la guerra del mundo, era la Vencedora que pasaba por donde se había arrastrado Satanás para limpiar el camino al Verbo que venía para reunir el Cielo con la Tierra.

Pálida y mansa iba al encuentro del Amor, y no sólo como un abrazo de fuego espiritual, sino calidez de carne verdadera que era de mujer pero que era Dios, y cuando José rompía ese éxtasis penetrando respetuoso como si atravesase los umbrales de Dios, para dar a su Mujer conforto de alimento y descanso, no eran largas conversaciones, sino sólo una mirada, una palabra: "¡José!", un apretón de manos, y en José se volcaba la ola del éxtasis como de una copa colmada hasta el borde.

Las palabras estorban la atmósfera donde vive Dios. Para los justos no se necesitan palabras para persuadidos de la presencia de Dios y de los admirables efectos de su presencia en un corazón.

O se cree o no se cree. Si tenéis a Dios en vosotros creéis porque sentís a Dios, más allá de los velos de la carne, viviente en una criatura. Si no tenéis a Dios, ninguna palabra puede persuadiros de la unión de Dios con un corazón humano. La fe es la que da la capacidad de creer, y la posesión de Dios es la que da la capacidad de ver a Dios vivo en un semejante. El misterio de Dios, los por qué de Dios, no se pueden explicar con método humano. Están por encima de vuestros métodos. Sólo viviendo humildemente en lo sobrenatural podéis ver, por la rendija abierta por la Bondad, para vosotros, las relaciones espirituales y los extasiantes acercamientos entre un alma y Dios.

Las criaturas elegidas por Dios para el éxtasis viven en una fiesta de fulgores, como centellas que danzan en un incendio, en un rugir de llamas divinas, en un fundirse de centella en llama para vivir cada vez más, encenderse y encender. Alimento que se alimenta en el Centro del Amor, ellas llevan al Amor su amor y aumentan la gloria, y de ese Amor reciben vida y gloria propias.

María tenía en sí el Fuego santísimo y era fuego. Y las leyes de la vida estaban prácticamente anuladas por este vivir de ardor. Y se anulaban cada vez más cuanto más se acercaba el incendio para transformarse en Carne recién nacida, por lo que, en el bienaventurado momento de mi aparecer en el mundo, Ella se sumió en el éxtasis, en el fulgor del Centro de Fuego del que emergió llevando en los brazos la Flor del Amor, pasando de las voces de la divina Llama a las melodías angélicas, del rutilar de la Trinidad contemplada hasta la fusión, a la visión de los coros angélicos bajados para dar a la Tierra el anuncio y la promesa de Paz, y para hacer de corona a la Madre Reina, a la Madre del Rey de los reyes, y tras haber abrazado a Dios con su espíritu arrebatado, abrazó al Hijo de Dios, su Hijo, con sus brazos que no conocían abrazo de hombre».


Cuadernos Valtorta 1945