Frutos de la persecución



Después del martirio de San Esteban se originó una persecución contra los cristianos de Jerusalén, lo que dio lugar a que se dispersaran por otras regiones1. La Providencia se sirvió de esta circunstancia para llevar la semilla de la fe a otros lugares que de otro modo hubieran tardado más en conocer a Cristo. Los que se habían dispersado iban de un lugar a otro anunciando la palabra del Evangelio. «Observad –hace notar San Juan Crisóstomo– cómo, en medio del infortunio, los cristianos continúan la predicación, en vez de descuidarla».

El Señor tiene planes más altos, y lo que parecía el fin de la Iglesia primitiva sirvió para su fortalecimiento y expansión. Los mismos perseguidores, que pretendían ahogar la semilla de la fe apenas nacida, fueron la causa indirecta de que muchos otros, a los que hubiera sido difícil llegar por vivir en lugares apartados, conocieran la doctrina de Jesucristo. El espíritu apostólico de los cristianos se pone de manifiesto tanto en las épocas de paz (que fueron la mayoría) como en tiempos de calumnias y de persecución. Jamás cesaron de pregonar la buena nueva que llevaban en el corazón, convencidos de que la doctrina de Jesucristo da la salvación eterna y, además, es la única que puede hacer este mundo más justo y más humano.


El fervor, la firmeza, la coherencia de su fe, su hombría de bien, el trato amable con el que aquellos cristianos de la primera hora trataban a cuantos se relacionaban con ellos, fueron, en incontables ocasiones, el primer impulso para que muchos se sintieran atraídos a la fe.

Aquellos primeros fieles recordarían sin duda –quizá oído de labios de los mismos Apóstoles– lo que el Señor había repetido en distintas ocasiones y de formas diferentes: si el mundo os aborrece, sabed que antes me aborreció a mí4. Y se llenarían de optimismo al saberse con más gracia para afrontar aquellas dificultades y tribulaciones, y con la seguridad de que Dios dispone todas las cosas para el bien de los que le aman.

Los mismos Apóstoles, junto a las numerosas conversiones, encontraron desde un primer momento oposición y resistencia, pero no les importaba demasiado el ambiente, porque buscaban ante todo la salvación de las almas.

No tienen que sorprender las dificultades, de un signo u otro: Carísimos –nos advierte San Pedro–, cuando Dios os pruebe con el fuego de la tribulación, no os extrañéis, como si os aconteciese una cosa muy extraordinaria. Y el Apóstol Santiago nos dice: Tened, hermanos míos, por sumo gozo veros rodeados de diversas pruebas. Son algo de lo que podemos sacar mucho bien. Estas pruebas y contradicciones pueden ser muy diferentes: unas provienen de un ambiente materialista y anticristiano que se opone a que Cristo reine en el mundo (calumnias, discriminación profesional, ambiente sectario anticristiano...); en otras ocasiones el Señor puede permitir enfermedades, un desastre económico, fracasos, falta de frutos en la tarea apostólica después de muchos esfuerzos, incomprensiones...

En cualquier caso, debemos entender en lo más íntimo de nuestra alma que el Señor está muy cerca de nosotros para ayudarnos, con más gracias, a madurar en las virtudes, y para que el apostolado dé su fruto. En esas ocasiones, Dios desea purificarnos como al oro en el crisol, de la misma manera que el fuego lo limpia de su escoria, haciéndolo más auténtico y preciado.


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