El envío del Espíritu Santo: viento y lenguas de fuego



 El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que habita en nosotros. Aleluya

Pentecostés era una de las tres grandes fiestas judías; muchos israelitas peregrinaban a Jerusalén en estos días para adorar a Dios en el Templo. El origen de la fiesta se remontaba a una antiquísima celebración en la que se daban gracias a Dios por la cosecha del año, a punto ya de ser recogida. Después se sumó en ese día el recuerdo de la promulgación de la Ley dada por Dios en el monte Sinaí. Se celebraba cincuenta días después de la Pascua, y la cosecha material que los judíos festejaban con tanto gozo se convirtió, por designio divino, en la Nueva Alianza, en una fiesta de inmensa alegría: la venida del Espíritu Santo con todos sus dones y frutos.

Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en un mismo lugar y de repente sobrevino del cielo un ruido, como de viento que irrumpe impetuosamente, y llenó toda la casa en la que se hallaban. El Espíritu Santo se manifiesta en aquellos elementos que solían acompañar la presencia de Dios en el Antiguo Testamento: el viento y el fuego.

El fuego aparece en la Sagrada Escritura como el amor que lo penetra todo, y como elemento purificador. Son imágenes que nos ayudan a comprender mejor la acción que el Espíritu Santo realiza en las almas: Ure igne Sancti Spiritus renes nostros et cor nostrum, Domine... Purifica, Señor, con el fuego del Espíritu Santo nuestras entrañas y nuestro corazón...


El fuego también produce luz, y significa la claridad con que el Espíritu Santo hace entender la doctrina de Jesucristo: Cuando venga aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa... Él me glorificará porque recibirá de lo mío y os lo anunciará. En otra ocasión, Jesús ya había advertido a los suyos: el Paráclito, el Espíritu Santo... os lo enseñará todo y os recordará todo lo que os he dicho6. Él es quien lleva a la plena comprensión de la verdad enseñada por Cristo: «habiendo enviado por último al Espíritu de verdad, completa la revelación, la culmina y la confirma con testimonio divino».

En el Antiguo Testamento, la obra del Espíritu Santo es frecuentemente sugerida por el «soplo», para expresar al mismo tiempo la delicadeza y la fuerza del amor divino. No hay nada más sutil que el viento, que llega a penetrar por todas partes, que parece incluso llegar a los cuerpos inanimados y darles una vida propia. El viento impetuoso del día de Pentecostés expresa la fuerza nueva con que el Amor divino irrumpe en la Iglesia y en las almas.


San Pedro, ante la multitud de gente que se congrega en las inmediaciones del Cenáculo, les hace ver que se está cumpliendo lo que ya había sido anunciado por los Profetas8: Sucederá en los últimos días, dice Dios, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne.... Quienes reciben la efusión del Espíritu no son ya algunos privilegiados, como los compañeros de Moisés, o como los Profetas, sino todos los hombres, en la medida en que reciban a Cristo. La acción del Espíritu Santo debió producir, en los discípulos y en quienes les escuchan, tal admiración, que todos estaban fuera de sí, llenos de amor y alegría.


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