Mira otra escena de Mi Pasión —Prado Nuevo





Mensaje del día 8 de enero de 1982, viernes

(…) Y ahora vas a seguir viendo otro cuadro de Mi Pasión  Prado Nuevo
Luz Amparo:  
Veo al Señor; ya no lleva la Cruz, va entre mucha gente, hay muchísima gente, va tropezando, le van empujando. Veo cómo una mujer sale de entre toda la gente, coge un paño, se lo da al Señor, que tiene la cara toda ensangrentada; el Señor se limpia toda la cara con ese paño; se ha secado toda la cara, se lo devuelve otra vez a esa señora. Ella lo coge y se lo guarda.
Todos lanzan muchos gritos: «¡Vaya un Rey cobarde! Pídele a tu Padre que te salve». Le insultan, le dicen palabras muy feas. Hay muchas mujeres que sacan a niños hacia donde va el Señor; el Señor les pone la mano a los niños por encima la cabeza; a algunos de ellos los aprieta contra su..., así contra un lado. La gente se pone en medio del camino, no dejan pasar al Señor; entonces los verdugos empujan a la gente; empiezan a darle empujones otra vez al Señor. El Señor las mira a todas y les hace con la mano la señal de la cruz; entonces uno le da en una mano, en la mano con un palo.
Al Señor le vuelven a empujar y le tiran, le vuelven a dar patadas, unos por un lado, otros por otro. Los oigo que dicen unas palabras que no lo entiendo. Señor, dímelo que lo entienda; ¡ay, que yo no entiendo lo que están diciendo!
Ahora el Señor está sentado en una roca grande, una piedra. El Señor mira para arriba, al cielo, y le implora a su Padre y le dice: «¡Padre mío, Padre mío!». Luego mira a toda la gente que está allí; mira a todos con una mirada de pena. Otra vez vuelve a mirar para el cielo, y le dice: «¡Ayúdame!».
Entonces se empiezan a reír de Él y le dicen: «Mírale, el de los milagros, y pide ayuda; haz un milagro y te dejaremos libre». El Señor no les dice nada.
Van cuatro soldados, los mismos verdugos que le han estado dando; le tiran de la ropa, le dan unos tirones..., se le arranca la carne; tiene la espalda que le faltan los pedazos…
Ahora le quitan la corona de espinas de un tirón. Le vuelven a poner otra vez una... Una ropa de color blanco... Le ponen la corona y la empujan para abajo con fuerza; le empieza otra vez a correr la sangre por toda la cara... ¡Ay, Dios mío! ¡Ay! La ropa la tiene mojada de sangre otra vez.
Le han empujado otra vez, otra vez. El Señor va fatigado, no puede más; va cuesta arriba, tropezando con las piedras. Llegan arriba, al monte; allí tienen la Cruz extendida en el suelo. No es una cruz como la que vemos nosotros; tiene los palos para arriba, dos palos. Le mandan al Señor que se tienda sobre la Cruz; el Señor mira para el cielo; le caen lágrimas de los ojos, como sangre. Le atan con unas cuerdas a la madera.
Ahora le clavan la mano derecha; empiezan a estirarle el brazo izquierdo, pero el palo es más largo que el brazo y no le llega a donde han hecho el agujero. Coge uno de los verdugos y se pone encima del Señor, le aprieta, le aprieta, le tiran del brazo fuertemente; el Señor se retuerce de dolores. El del lado izquierdo empieza a tirar otra vez del brazo. ¡Ay, Dios mío! Cuando le están clavando, se oyen los ruidos de los martillazos, brota sangre de las manos. ¡Ay! Se retuerce el Señor de los dolores; el Señor dobla las piernas, se retuerce para un lado y para otro; le estiran otra vez las piernas con cuerdas, y le atan la cintura y aprietan. Los pies se los atan con una cuerda a la madera. Empieza de nuevo a sentir los martillazos en los pies. El Señor mira para arriba, para el cielo; toda la cara la tiene ensangrentada. El Señor está hablando y mira para el cielo y pide a su Padre que le ayude.
¡Ay, Dios mío, esto es horrible, esto es horrible! ¡Ay...! ¡Ay, Señor!
El Señor:  
Sí, hija mía, este tormento que tú sientes es el que siento yo todos los días por esas almas que me ofenden con tantos pecados de impurezas. ¡Y cómo profanan mi Cuerpo! Esto lo hacen diariamente. Me clavan todos los días. Por eso te pido, hija mía, que seas víctima de mi Pasión, porque yo acepté con resignación la última voluntad de mi Padre, que era sufrir, sufrir hasta el fin. Y todo lo hice para borrar el pecado de todos los pecadores, para que todos pudiesen alcanzar mi Reino; pero no tienen corazón, son crueles, están cometiendo ofensas constantemente, agraviando nuestros Corazones, el de mi Madre purísima y el mío.
Date cuenta que si me quieres dar gloria, hija mía, y quieres que se salven tantas almas, deja que haga de ti lo que quiera, y abandónate en mi amor.
Sé humilde, no contestes nunca con soberbia, contesta con humildad a cualquier humillación; sé humilde, porque con la humildad se consigue todo; date cuenta que con humildad puedes ayudar a salvar muchas almas. Ofrece todo estos días en que tanto se ofende; quiero que seas como aquel buen hombre que me ayudó a llevar la Cruz, que era un gran pecador; pero, ¡con qué amor me ayudó a llevar esa Cruz, esa Cruz de amor!
Tú me consolarás, hija mía, y los dos sufriremos con esa Cruz. Date cuenta cuánto ofende la Humanidad a nuestros Corazones. Sufre, ofrece todo con amor por la salvación de esas almas, porque esas almas me crucifican de nuevo; mi Corazón es un abismo de dolor; esas almas ingratas me pisotean, me desprecian, no se dan cuenta que ellas solas se van marcando el camino de su condenación. Por eso, hija mía, tu sacrificio y el de muchas almas escogidas, y la oración, es la salvación de las almas y la salvación del mundo entero. No te asombres, hija mía, hay muchos pecadores, pero también hay muchas almas buenas que aman a su Creador y Redentor.
Ya sé que se pierden muchas almas, ¡qué tristeza tan grande! Pero por ello no disminuye mi amor hacia ellas; todas esas almas que me aman pueden reparar las ofensas de tantos y tantos pecadores que me están ofendiendo y consolar la amargura de este Corazón y del Corazón de mi purísima Madre, que está traspasado con esa espada de dolor.
¡Me pesa tanto la cruz!... Por eso vengo a que me ayudes, y quisiera repartir esta cruz entre tantas almas escogidas. Una parte de mi peso y un poquito de mi agonía en cada alma querida, hasta tal punto que mi Corazón se regocije de amor hacia todos ellos. Ya que estas almas ofenden tanto, vosotros, almas escogidas, no pisoteéis a la Divina Majestad de Dios, la Sangre de su Hijo; ayudadle a descargarse esa Cruz que lleva tan pesada.
Te sigo repitiendo, hija mía: sé humilde; recibe con amor todas las blasfemias, todas las calumnias.
Adiós, hija. Toma mi santa bendición.