María constituye en el Cielo una jerarquía aparte




María en trono excelso

La mente humana, dice san Bernardo, no puede llegar a comprender la gloria inmensa que Dios tiene preparada en el cielo a los que lo han amado en la tierra, como lo dice el apóstol: Siendo esto así, ¿quién llegará a comprender lo que Dios tiene preparado para la que lo engendró? ¿Para su amada Madre que lo amó en la tierra más que todos los hombres; más aún: que desde el primer momento de su existencia lo amó más que todos los hombres y ángeles juntos? Con razón canta la Iglesia que habiendo María amado a Dios más que todos los ángeles, ha sido exaltada sobre todos los coros de los ángeles en los reinos celestiales. Sí, dice el abad Guillermo; exaltada sobre ellos, de modo que sobre ella sólo está colocado el Hijo de Dios.

Por eso afirma el doctor Gerson que, distinguiéndose los ángeles y los hombres en tres jerarquías, como enseña el Angélico, María constituye en el cielo una jerarquía aparte, la más sublime de todas y la siguiente a Dios. Y como se distingue la señora de los siervos, dice san Agustín, incomparablemente mayor es la exaltación y mayor la gloria de María que la de los ángeles. Y para comprenderlo basta oír a David: “A tu diestra una reina con oro de Ofir” (Sal 44, 10); lo cual, referido a María, como dice san Atanasio, significa que María está colocada a la diestra de Dios.

Las acciones de María, comenta san Ildefonso, superan incomparablemente en merecimientos a las de todos los santos, por lo que es imposible comprender la gloria que mereció. Y siendo verdad que Dios remunera conforme a los merecimientos, como dice el apóstol, “dará a cada uno según sus obras”, ciertamente ahora dice santo Tomás, la Virgen, que superó en merecimientos a todos los santos y ángeles, debe ser ensalzada sobre todos los coros celestiales. En suma, añade san Bernardo, mídase la gracia del todo especial y singular que ella acumuló en la tierra, que en esa proporción será especial y singular su gloria en el cielo.

2. María recibe gloria perfecta

La gloria de María, afirma un docto autor, fue una gloria plena, cumplida, a diferencia de la que poseen en el cielo los demás santos. Es verdad que en la gloria todos los bienaventurados gozan de perfecta paz y pleno contento; con todo, siempre será verdad que ninguno de ellos goza de la gloria que hubiera podido merecer si hubiera servido y amado a Dios con mayor fidelidad. Por eso, si bien los santos en el cielo no desean más de lo que gozan, de hecho sí tendrían más que desear. Es verdad que allí no sufren por los pecados cometidos y el tiempo perdido, pero no puede negarse que da sumo contento el bien realizado en la vida, la inocencia conservada y el tiempo bien aprovechado.

María en el cielo nada desea ni nada tiene que desear. Pregunta san Agustín: ¿Quién de entre los santos del paraíso, preguntado si cometió pecados, puede responder que no, fuera de María? María, en efecto, como lo ha declarado en santo Concilio de Trento (Ses. VI, canon 23), no cometió jamás ninguna culpa ni tuvo el más mínimo defecto. No sólo conservó siempre la gracia de Dios sin mancilla, sino que también siempre la tuvo en acción; todas sus obras eran meritorias. Todas sus palabras, pensamientos y respiraciones eran dirigidos a la mayor gloria de Dios; en suma, nunca se enfrió en el fervor ni por un momento dejó de correr hacia Dios, sin perder ninguna gracia por negligencia. Así es que siempre correspondió a la gracia con todas sus fuerzas y amó a Dios cuanto pudo. Ahora ella le dice en el cielo: Señor, si no te he amado cuanto mereces, al menos te he amado todo lo que he podido.

No todos los santos reciben las mismas gracias, porque, como dice san Pablo, “hay diversidad de dones del cielo” (1Co 12, 7). Así es que correspondiendo cada uno a las gracias recibidas, se ha destacado en determinadas virtudes, quién en la salvación de las almas, quién en las ásperas penitencias; éste en soportar los tormentos, aquél en la contemplación; que por eso la santa Iglesia, al celebrar sus fiestas, dice de cada uno de ellos: “No se encontró otro semejante a él”. Y conforme a los méritos, son distintos en la gloria del cielo. “Una estrella difiere de otra estrella en resplandor” (1Co 15, 41). Los apóstoles se distinguen de los mártires, los confesores de las vírgenes, los inocentes de los penitentes.

La Santísima Virgen, estando llena de todas las gracias, fue más sublime que todos los santos en aquella clase de virtudes; ella es apóstol de los apóstoles, reina de los mártires al padecer más que todos ellos, la portaestandarte de las vírgenes, el ejemplo de las casadas; concentró en sí una perfecta inocencia con la más completa mortificación; unió, en suma, en su corazón todas las virtudes en el grado más heroico que haya podido practicar cualquier santo. (…)

3. María supera en gloria a todos los santos

De forma tal que, como el esplendor del sol excede al de todas las estrellas juntas, así, dice san Basilio, la gloria de la Madre de Dios supera a la de todos los bienaventurados. Y añade san Pedro Damián que como la luz de las estrellas y la de la luna desaparecen como si no existieran al salir el sol, así ante la gloria de María en el cielo queda como velado y oscurecido el esplendor de los ángeles y de los hombres. Aseguran san Bernardo y san Bernardino de Siena que los bienaventurados participan de la gloria de Dios en parte, pero que la Santísima Virgen ha estado tan enriquecida que es imposible que una criatura pueda unirse más a Dios de lo que está María.

Esto concuerda con lo que dice san Alberto Magno: que nuestra reina contempla a Dios mucho más de cerca, sin comparación, que todos los demás espíritus celestiales. Y dice además san Bernardino que así como los demás planetas son iluminados por el sol, así todos los bienaventurados reciben más luz y alegría por María. Y en otro pasaje afirma que la Madre de Dios, al entrar en el cielo, acrecentó el gozo de sus moradores. Por lo que dice san Pedro Damiano que los bienaventurados no tienen mayor gloria en el cielo después de Dios que gozar de la contemplación de esta hermosísima reina. Y san Buenaventura: Nuestra mayor gloria después de Dios y nuestro gozo supremo, de María nos viene.

Regocijémonos por tanto con María por el excelso trono a que Dios la ha sublimado. Y alegrémonos también porque si se nos ha retirado la presencia sublime de nuestra Madre, su amor no nos ha desamparado. Al contrario, estando más cerca de Dios, conoce mejor nuestras miserias; desde allí mejor nos compadece y nos socorre. Le dice san Pedro Damián: ¿Será posible, Virgen santa, que por estar tan ensalzada en el cielo te hayas olvidado de nosotros tan miserables? Dios nos libre de pensar tal cosa; un corazón tan piadoso tiene que compadecerse de tan grandes miserias. Si es tan grande la piedad que nos tuvo María cuando vivía en la tierra, dice san Buenaventura, mucho mayor es en el cielo donde ahora reina.

Dediquémonos a servir a esta reina y a honrarla y amarla cuanto podamos; ella no es, dice Ricardo de San Lorenzo, como los demás reyes que oprimen a sus vasallos con tributos y alcabalas, sino que la nuestra enriquece a sus súbditos con gracias, méritos y premios. Roguémosle con el abad Guérrico: Oh madre de misericordia, tú ya estás sentada tan cerca de Dios, como reina del mundo, en el trono más majestuoso; sáciate de la gloria de tu Jesús y manda a tus hijos de tus bienes desbordantes. Ya gozas de la mesa del Señor; nosotros aquí, bajo la mesa, como pobres cachorritos, te pedimos piedad.


Las Glorias de María

San Alfonso M Ligorio