*Más sobre los ángeles

La Iglesia entera proclama gozosa la existencia de esos Príncipes del Cielo que están junto a nosotros en la tierra; y lo celebra especialmente cada 2 de octubre. San Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei  decía en Argentina: El Ángel Custodio es un Príncipe del Cielo que el Señor ha puesto a nuestro lado para que nos vigile y ayude, para que nos anime en nuestras angustias, para que nos sonría en nuestras penas, para que nos empuje si vamos a caer, y nos sostenga .


Era un modo de expresar en síntesis lo que la Doctrina Católica ha enseñado de continuo: La Providencia de Dios ha dado a los Ángeles la misión de guardar al linaje humano y de socorrer a cada hombre; y no han sido enviados solamente en algún caso particular, sino designados desde nuestro nacimiento para nuestro cuidado, y constituidos para defensa de la salvación de cada uno de los hombres.

Mirad -decía el Señor a sus discípulos- que no despreciéis a algunos de estos pequeñuelos, porque os hago saber que sus Ángeles en los Cielos están siempre viendo el rostro de mi Padre celestial. Y los santos se asombran: Grande es la dignidad de las almas, cuando cada una de ellas, desde el momento de nacer, tiene un Ángel destinado para su custodia. ¡Amorosa providencia de nuestro Padre Dios!, gran bondad la suya, que otorga a sus criaturas parte de su poder, para que unos y otros seamos también difusores de bondad.

No imploramos bastante a los Ángeles, dice Bernanos. Inspiran cierto temor a los teólogos (a algunos, claro es), que los relacionan con aquellas antiguas herejías de las iglesias de Oriente; un temor nervioso, ¡vamos! El mundo está lleno de Ángeles.

Lo cierto es que nos acompañan a sol y sombra, por cumplir puntual y amorosamente, la misión que la Trinidad les ha confiado: que te custodien en todas tus andanzas. No parece sensato rehusar un auxilio tan precioso.

En Getsemaní –aquella altísima cumbre del dolor- se hallaba el Dios humanado en agonía, en lucha singular frente al pavor y hastío, con tristeza de muerte. Los apóstoles -incluso Pedro, Santiago y Juan- heridos por el sopor, dormitaban después de tensa jornada. Jesús, solo, se adentra en el insondable drama de la Redención de la humanidad caída. Gruesas gotas de sangre emanan de su piel y empapan la tierra, muestra elocuente de la magnitud de la angustia.

En esto se le apareció un Ángel del Cielo que le confortaba. ¿Qué Ángel sería aquél que recibió estremecido la misión de prestar vigor a la Fortaleza y consolar al Creador? ¡Qué humildad! ¡que temblor! ¡qué fortaleza!

A veces, también nosotros, pequeños, débiles, medrosos, hemos de dar consuelo y energía a los más fuertes. Es tremendo, pero hay que hacerlo. Y si Cristo Jesús acude a un Ángel en busca de auxilio, ¿será tanta mi soberbia o mi ignorancia, que yo prescinda de semejante ayuda? Los Ángeles y demás Santos son como una escala de preciosas piedras que, como por ensalmo, nos elevan al trono de la gloria.


Padre Orozco