Niña poseída señala a Judas como demonio (María Valtorta)

De la obra de María Valtorta 


*  La niña poseída señala a Jesús como Hijo de Dios y a Iscariote como demonio.- “Sed malditos Tú y el Padre que te ha enviado y Aquel que viene de Vosotros y es Vosotros”.-

 ■ No es posible estar parados en esta mañana fría y ventosa. En la cima del Moria el viento, que viene del noroeste, sopla haciendo ondear los vestidos y poniendo rojos las caras y los ojos. No obstante, hay gente que ha subido al Templo para las oraciones. Pero faltan completamente los rabinos con sus respectivos grupos de alumnos. Así que el pórtico parece más amplio y sobre todo más majestuoso, sin esas voces gritonas y sin esa pompa que hay en él. 

Y debe ser cosa muy extraña verlo vacío así, pues todos se asombran como de una nueva cosa. Y Pedro se escama. Tomás, que, envuelto como está en su largo y pesado manto, parece aún más robusto, dice: “Se habrán encerrado en alguna habitación, por temor a perder su voz. ¿Los extrañas?” y se ríe. 

Pedro: “¡Yo, no! ¡Ojalá nunca los volviera a ver! Pero mi miedo es que…” y mira a Iscariote, y éste, que no habla pero que comprende la mirada de Pedro,  dice: “De veras que han prometido no molestar más, excepto en el caso de que el Maestro los… escandalizara. Está claro que vigilan, pero no están aquí porque aquí ni se peca ni se ofende”. 

Pedro: “Mejor así. Y que Dios te bendiga, muchacho, si has logrado que entren en razón”. 

■ Todavía es temprano. Hay poca gente en el Templo. Digo “poca”, y es lo que parece, dadas las dimensiones del Templo. Ni siquiera doscientas o trescientas personas se ven dentro: en los patios, pórticos y corredores… 

Jesús, único Maestro en el amplio Atrio de los Gentiles, va y viene hablando con los suyos y con los discípulos que ha encontrado en el recinto del Templo. Responde a objeciones o preguntas, esclarece puntos que no han podido comprender y que no pudieron explicar otros. 

Se acercan dos gentiles, le miran, se van sin pronunciar palabra alguna. Pasan personas que trabajan en el Templo, le miran: tampoco dicen una palabra. Lo mismo sucede con algún fiel. Bartolomé pregunta: “¿Vamos a seguir aquí?”. Santiago de Alfeo dice sonriente: “Hace frío y no hay nadie. Pero es agradable estar aquí con tanta paz. Maestro, hoy estás justamente en la Casa de tu Padre. Y como Dueño. Así habrá sido el Templo cuando vivían Nehemías y los reyes sabios y los hombres piadosos”. 

Pedro dice: “De mi parte sería mejor que nos fuéramos. De allá nos están espiando…”. 

Santiago de Alfeo: “¿Quiénes? ¿Los fariseos?”. 

Pedro: “No. Los que pasaron antes, y otros más. Vámonos, Maestro…”.

 Jesús: “Espero a los enfermos. Me vieron cuando entraba en la ciudad; y la voz se esparció, sin duda. Cuando haga más sol, vendrán. Quedémonos, al menos, hasta un tercio antes de la sexta”. 

Y reanuda su marcha adelante y para atrás para no sentir el aire frío. De hecho, después de poco tiempo cuando el sol ha mitigado ya el frío, llega una mujer con una niña enferma y pide que se la cure. Jesús la complace. La mujer pone su óbolo a sus pies diciendo: “Esto es para otros niños que sufren”. 

Iscariote recoge la moneda. Poco después, en una camilla traen a un hombre de edad, enfermo de las piernas. Jesús le da la salud.

 ■ Los terceros en venir son un grupo de personas, que pide a Jesús que salga fuera de los muros del Templo para expulsar a un demonio de una jovencita, cuyos gritos desgarradores se oyen hasta allí dentro. 

Y Jesús va con ellos y sale a la calle que lleva a la ciudad. Una serie de personas, entre las que hay paganos, están apiñados alrededor de los que sujetan a la jovencita, que babea y se retuerce, sacando horriblemente los ojos. De los labios de la jovencilla se escuchan palabras de mal gusto y tanto más aumentan, cuanto más Jesús se acerca. 

Cuatro robustos jóvenes apenas pueden sujetarla. Junto con las injurias salen gritos que reconocen a Jesús, súplicas que dicen que no se les arroje, y también prorrumpe en verdades que repite monótonamente: “¡Largo! ¡No me hagáis ver a este maldito! Causa de nuestra ruina. Sé quién eres. Eres… Eres… el Mesías. Eres… Solo te ha ungido el óleo de arriba. La fuerza del Cielo te protege y te defiende. ¡Te odio maldito! No me arrojes. ¿Por qué nos arrojas y no nos quieres mientras sí tienes cerca de ti a una legión de demonios en uno solo? ¿No sabes que todo el infierno está en uno? Sí que lo sabes… Déjame aquí, al menos hasta la hora de…”. 

Las palabras se cortan a veces, como ahogadas; otras veces cambian; o primero se paran y luego se prolongan en medio de gritos inhumanos, como cuando grita: “¡Déjame por lo menos entrar en él! No me mandes al Abismo. ¿Por qué nos odias, Jesús, Hijo de Dios? ¿No te basta con lo que eres? ¿Por qué quieres mandar también sobre nosotros? ¡No te queremos! ¿Por qué has venido a perseguirnos si hemos renegado de Ti? ¡Tus ojos! Cuando estén apagados nos reiremos… No… Ni siquiera entonces… ¡Tú nos vences! ¡Sed malditos Tú y el Padre que te ha enviado y El que viene de Vosotros y es Vosotros… ¡Aaaaaah!”. 

■ El grito final es completamente espantoso, como el de una persona a quien degollasen, y ha sido originado por el hecho de que Jesús, después de haber truncado muchas veces por imperativo mental las palabras de la poseída, pone fin a ellas tocando con su dedo la frente de la jovencita. Y el grito termina con una convulsión horrenda, hasta que, con un fragor que es parte carcajada y parte grito de un animal de pesadilla, el demonio la deja, gritando: “No me voy lejos… ¡Ja, ja!”, seguido de un estallido semejante al trueno de un rayo, a pesar de que el cielo está limpísimo. 

■ Muchos huyen aterrorizados, otros se apiñan aún más para ver a la jovencita que de golpe se ha calmado… Luego abre los ojos y sonríe, siente que no tiene el velo en la cara ni en la cabeza, trata de ocultarla con su brazo levantado. Quienes están con ella quieren que dé gracias al Maestro pero Él dice: “Dejadla. Tiene vergüenza. Su alma me ha dado ya las gracias. Llevadla a casa, con su madre. Es su lugar como jovencita que es…” y vuelve las espaldas a la gente para entrar en el Templo, al lugar de antes. 

■ Pedro dice: “¿Viste, Señor, que muchos judíos habían venido a espaldas nuestras? Reconocí a alguno de ellos… ¡Ahí están! Son los que nos espiaban antes. Mira cómo discuten entre sí…”. 

Tomás dice: “Estarán echándose suertes para saber en quién de ellos entró el diablo. También está Nahaún, el hombre de confianza de Anás. Es un tipo que se lo merece…”. 

Andrés, a quien casi le castañean los dientes: “Tienes razón. No viste, porque estabas mirando a otra parte, pero el fuego se dejó ver sobre su cabeza”. 

Tomás: “Yo estaba cerca de él y tuve miedo…”. 

Mateo explica: “Realmente todos ellos estaban juntos. Pero yo he visto el fuego abrirse encima de nosotros y pensé que íbamos a morir… Es más, he temido por el Maestro. Parecía justamente suspendido sobre su cabeza”. 

Leví, el discípulo pastor, objeta: “No. Yo lo vi salir de la jovencita y estallar sobre los muros del Templo”. 

Jesús dice: “No discutáis entre vosotros. El fuego no señaló ni a éste, ni a aquél. Fue sólo la señal de que el demonio había huido”. 

Andrés objeta: “Pero dijo que no se iría lejos…”. 

Jesús: “Palabras de demonio… Quién las hace caso. Alabemos más bien al Altísimo por estos tres hijos de Abrahám curados en su cuerpo y en su alma”.