Práctica del amor a Jesucristo







Nótese que no basta ejecutar buenas obras, sino que hay que ejecutarlas bien. Para que nuestras obras sean buenas y perfectas es preciso hacerlas con el recto fin de agradar a Dios. Tal fue la gran alabanza que se dio a Jesucristo: “Todo lo ha hecho bien” (Mc. 7, 37). Acciones habrá que en sí sean laudables, mas porque se ordenan a otro fin que el de la gloria de Dios, de poco o ningún valor serán ante Él. 

Decía Santa María Magdalena de Pazzi: «Dios recompensa nuestras acciones a peso de rectitud»; es decir, que según sea la rectitud de la intención, así Dios tendrá por buenas y recompensará nuestras obras. Pero ¡ah, Dios mío, y cuán difícil es hallar una obra hecha tan sólo por Dios! Me acuerdo ahora de un santo religioso, ancianito él y muerto en olor de santidad, después de una vida de trabajos por la gloria de Dios; cierto día me decía, triste y turbado por la ojeada que acababa de echar a su vida: «Padre mío, de todas las obras de mi vida no hallo ni una que haya sido hecha puramente por Dios». ¡Maldito amor propio, que echa a perder todo o la mayor parte del fruto de nuestras buenas acciones! ¡Cuántos predicadores, confesores, misioneros, se fatigan en los más santos ministerios, y al cabo poco o nada recogen para el cielo, porque no tienen por única mira a Dios, sino más bien la gloria mundana, los intereses o la vanidad de la ostentación o, al menos, de su natural inclinación!



Es sentencia del Señor: “Mirad no obréis vuestra justicia delante de los hombres, para ser vistos de ellos; de lo contrario, no tenéis derecho a la paga cerca de vuestro Padre, que está en los cielos” (Mt. 6, 1). Los que se fatigan por satisfacer sus gustos naturales, en ello reciben el premio y “firman el recibo de su paga” (Mt. 6, 5). 

Paga, sin embargo, exigua, que se reduce a un poco de humo y a una efímera satisfacción, que presto pasa, sin dejar nada de provecho en el alma. Dice el profeta Ageo que quienes trabajan, mas no para complacer a Dios, ponen sus ganancias en saco roto, que cuando se abre no se halla nada. Y de ello proviene que estos tales, si después de tanto trabajo no alcanzan el apetecido resultado, se desaniman; prueba de que no tenían por finalidad la sola gloria de Dios: quien obra sólo por esa divina gloria, aunque no tenga el apetecido éxito, no se turba, pues al fin logró el fin que se prefijara, que era agradar a Dios por medio de su rectitud de intención.


He aquí algunas señales para conocer si en los ministerios que ejercita no busca puramente la gloria de Dios: 


1.a No turbarse cuando no se alcanza lo que se buscaba, porque, no siendo esto del agrado de Dios, tampoco es conforme a su voluntad. 

2.a Holgarse del bien obrado por otros como si uno mismo lo hubiera hecho. 

3.a No desear un cargo con preferencia a otro, aceptando gustoso el que indicare la obediencia a los superiores. 

4.a No buscar, después de ejercidos sus ministerios, el agradecimiento ni la aprobación de los demás; antes, por el contrario, viéndose criticado y censurado, no turbarse, cifrando su alegría en haber contentado únicamente a Dios. 

Y si por ventura se reciben alabanzas mundanas, no vanagloriarse, sino responder a la vanagloria que corre tras uno como respondió San Juan de Ávila: «También os reíd de la vanagloria, y decidle: Ni por ti lo hago, ni dejaré de hacer, Señor; a ti ofrezco cuanto hiciere, dijere y pensare. Y cuando venga la vanagloria, decidle: Tarde venís, que ya está dado a Dios».

Esto es entrar en el gozo del Señor es decir, disfrutar del gozo prometido por Dios a sus siervos fieles: “Bien, siervo bueno y fiel; en cosas pocas fuiste fiel, sobre muchas te pondré; entra en el gozo de tu Señor” (Mt. 25, 23). 

Y si tenemos la dicha de hacer algo del divino agrado, dice el Crisóstomo, ¿qué más querremos buscar? Ésta es la mayor merced, la más grande fortuna a que puede aspirar la criatura: agradar a su Creador. 



Práctica del amor a Jesucristo (San Alfonso M Ligorio)