Vodevil sinodal


A diferencia de lo ocurrido con el Sínodo sobre la Familia, el Sínodo de los obispos sobre los Jóvenes (o el Sínodo de los jóvenes sobre los obispos, tal como comienza a ser llamado en la colina vaticana) no ha despertado el menor interés en los medios de comunicación, cosa que debe poner bastante nervioso a Su Santidad y al mariscal de la bojiganga, cardenal Lorenzo Baldisseri. Que no se hable de tan magna reunión en los medios del mundo es, para ellos, un fracaso rotundo. Deben contentarse con las notas que aparecen en los sitios paraoficiales del Vaticano y en la chorrera de artículos demoledores que se publican en los centenares de blogs dirigidos por cristianos rígidos y semipelagianos que suelen tener muy buena información. Por ejemplo, el reporte que publica la página Que no te la cuenten redactado por un testigo que se sentó diariamente en el aula sinodal y que, a fin de evitar variadas misericordiaciones, debe mantener su nombre en reserva.


Las fotografías del aula que podemos ver aquí y allá, muestran un zoológico con variopintas especies animales. Algunas eran muy ruidosas, como la patota de jóvenes laicos que vitoreaban con gritos y hurras a los padres sinodales que se expresaban a favor de aperturas, presencia de jóvenes y la mujer en todos los espacios de decisión de la Iglesia o acogida e integración de los homosexuales, mientras que se volvían mudos como las jirafas cuando hablaban de claridad en la doctrina o mentaban la enseñanza tradicional de la Iglesia. También tuvo el zoo una bella y exótica especie llamada Martina Kopecká, la única sacerdote femenina, miembro de la iglesia husita, que no solamente habló en el sínodo rodeada de purpuradas eminencias de rostros pardos y miradas torvas, sino que declaró que los cardenales y obispos la “reconocieron como una mujer durante la cena y ahora la reconocen como un sacerdote”.
El sínodo terminó con una alegre y relajada fiesta en el Aula Pablo VI en la que los jóvenes asistentes invitaron a los obispos a unirse a sus danzas:


Nadie podrá negarle a Bergoglio la capacidad de convertir su sínodo en un vodevil del que habría deseado formar parte Abbot y Costello, Houdini y  Niní Marshall. 
Pero resulta más curioso y frustrante aún que el tema que se llevó todas las miradas y todos los comentarios fue si las siglas LGBT aparecerían o no en el documento final, lo cual no sucedió. Este hecho  es indicador suficiente del rotundo fracaso de la asamblea y de la inutilidad de su documento final, más allá de que el Papa Francisco haya declarado solemnemente que formará parte del Magisterio de la Iglesia, con lo cual creo que se impone, cuando la Iglesia vuelva a los tiempos serios y se deje de payasadas, discutir acerca de la existencia del tan mentado “magisterio”, concepto decimonónico que nos hicieron creer que constituía la tercera fuente de la Revelación!

Esta moda sinodal en modo #️⃣Francisco tiene ya una franquicia en  Buenos Aires. Con solo escuchar el himno oficial del sínodo arquidiocesano que resuena en todas las parroquias porteñas caemos en la cuenta que, en este caso, no se trata de un vodevil sino, con suerte, de una comparsa del club de fomento de alguna barriada de La Matanza:


Pero intentemos una reflexión histórica sobre toda esta comedia. Los sínodos fueron una institución tradicional de la iglesia católica, tanto en Oriente como en Occidente, y cumplieron un papel destacado durante los primeros siglos de la Iglesia y la Alta Edad Media. Se celebraban con frecuencia y con distinta extensión geográfica y de muchos de ellos emanaron clarificaciones doctrinales y disciplinares que aún hoy aceptamos y aplicamos. Decayeron en la Baja Edad Media pero fueron reivindicados por el Concilio de Trento quien propuso la realización de sínodos diocesanos y provinciales cada tres años (H. Jedin, Il Concilio di Trento, vol. III, Morcelliana, Brescia, 2010,p. 191-ss). Fue San Carlos Borromeo el gran impulsor de ellos en su diócesis de Milán y, de allí, a toda la iglesia. El Concilio Vaticano II instituyó lo que hoy vemos: sínodos de obispos regulares a nivel de la iglesia universal que se reúnen cada cuatro años a fin de deliberar sobre la ocurrencia que le venga en gana al pontífice reinante. Una Iglesia en permanente estado de deliberación, o de revolución.

Sin embargo, me parece que no hay que dar por el silbato más de lo que el silbato vale (en los tiempos eclesiales que corren, más vale cuidar las palabras). Los concilios y sínodos siempre fueron problemáticos y hasta grotescos a lo largo de toda la historia de la Iglesia. Siempre hubo padres conciliares o sinodales dispuestos a representar alguna escena de comedia que, curiosamente, se repiten a lo largo de los siglos. Más arriba hacíamos alusión a la barra brava de jóvenes que se agenció Bergoglio para presionar por la inclusión de aperturas varias en su documento. Algo similar ocurrió en el Concilio de Éfeso, cuando San Cirilio de Alejandría se presentó con un grupo de cuarenta aguerridos obispos y monjes egipcios que, debido a su numero y prepotencia lograron que el Concilio comenzaran antes de la llegada de los legados pontificios y del obispo Juan de Antioquía, de presencia imprescindible. Cuando finalmente llegaron y cayeron en la cuenta de lo que habían hecho los egipcios, armaron un concilios paralelo: por un lado los cirilianos, y por otro los orientales y antioquenos. Finalmente, el triunfo, que debió ser decidido por el emperador, fue de la postura de San Cirilo (que era la postura ortodoxa) contra la de Nestorio, pero se trató de un triunfo opacado porque se logró “debido a las copiosas sumas de dinero y otros regalos de diverso género que hizo llegar en diversas ocasiones el obispo de Alejandría a influyentes personajes de la corte” (L. Perrone, Historia de los concilios ecuménicos, Sígueme, Salamanca, 1993, p. 77).

Nos causa irritación saber que los sínodos bergoglianos están digitados e, incluso, el documento final ya estaba redactado desde hacía tiempo, con lo cual la asamblea no fue más que un fantoche pour la galerie. Pero no muy distinto fue el caso del Concilio de Trento en el cual el orden del día lo imponían indefectiblemente los legados pontificios y, curiosamente, jamás aparecían los temas que la mayoría de los padres conciliares querían tratar, como la reforma de la Curia romana y del episcopado. Este fue uno de los motivos más importantes por los que esa reunión estuvo varias veces al borde del fracaso, y llevó a violentos altercados, como los protagonizados por el cardenal Hurtado de Mendoza, embajador del emperador Carlos V, con el papa Pablo III.

Y si de pasos de vodevil hablamos, recordemos los que en Trento se sucedieron. Por ejemplo, llegaban a esa pequeña ciudad los obispos de diócesis ricas acompañados de cuarenta sirvientes y debían ser recibido como huéspedes más o menos forzados por las familias más importantes, a las que le ocupaban durante meses las mayor parte de las dependencias de sus palacios, mientras que los obispos pobres, que apenas tenían dos o tres acompañantes, tenían que hacinarse en pequeñas posadas. Exquisita caridad y pobreza episcopales. O lo ocurrido durante el periodo en que el Concilio sesionó en Bolonia, cuando llegado el tórrido verano la enorme mayoría de los obispos se fueron a descansar a sus frescos palacios, y solamente quedaron para sesionar un puñado de españoles y los representantes de las órdenes religiosas. Loable espíritu de sacrificio el de tan venerables padres.


Y en el Concilio Vaticano I las cosas no fueron mejores. Las presiones a los obispos para que proclamaran el dogma de la infalibilidad pontificia las ejercía el mismo Pío IX. No está demás recordar aquí la anécdota del encuentro entre el pontífice y el patriarca melquita Gregorio II Youssef-Sayour, firme opositor a la posibilidad de ese dogma. El obispo oriental fue arrojado al piso por un guardia suizo y Pío IX, mientras le pisaba la cabeza, le decía: “Gregorio cabeza dura” (Ken Parry - David Melling, The Blackwell Dictionary of Eastern Christianity, Malden 1999, p. 313). Estas tensiones se manifestaron en el momento de la votación: 50 padres se levantaron de la sala para no votar el dogma, 88 votaron en contra y 62 exigieron modificaciones. Es decir, casi la mita de la asamblea cuestionó la ocurrencia piononesca.

Y sobre las manipulaciones ocurridas durante el Vaticano II la literatura es más que abundante y policroma. Desde la producida por un firme detractor como Roberto de Mattei (Concilio Vaticano II, Ivat, Madrid, 2018), hasta las relatadas por Ives Congar, uno de los protagonistas más activos y progresistas de la asamblea (Mon journal du Concile, Cerf, Paris, 2002).

Los injertos democráticos son peligrosos; hay que manejarlos con cuidado; se sabe cómo comienzan, pero no se sabe cómo terminan; si no lo sabés manejar, mejor no te metas.