Conviene que Cristo reine


San Pablo enseña que la soberanía de Cristo sobre toda la creación se cumple ya en el tiempo, pero alcanzará su plenitud definitiva tras el juicio universal. El Apóstol presenta este acontecimiento, misterioso para nosotros, como un acto de solemne homenaje al Padre: Cristo ofrecerá como un trofeo toda la creación, le brindará el Reino que hasta entonces le había encomendado. Su venida gloriosa al fin de los tiempos, cuando haya establecido el cielo nuevo y la tierra nueva, llevará consigo el triunfo definitivo sobre el demonio, el pecado, el dolor y la muerte.
Mientras tanto, la actitud del cristiano no puede ser pasiva ante el reinado de Cristo en el mundo. Nosotros deseamos ardientemente ese reinado: ¡Oportet illum regnare...! Es necesario que reine en primer lugar en nuestra inteligencia, mediante el conocimiento de su doctrina y el acatamiento amoroso de esas verdades reveladas; es necesario que reine en nuestra voluntad, para que obedezca y se identifique cada vez más plenamente con la voluntad divina; es preciso que reine en nuestro corazón, para que ningún amor se interponga al amor a Dios; es necesario que reine en nuestro cuerpo, templo del Espíritu San; en nuestro trabajo, camino de santidad... «¡Qué grande eres Señor y Dios nuestro! Tú eres el que pones en nuestra vida el sentido sobrenatural y la eficacia divina. Tú eres la causa de que, por amor de tu Hijo, con todas las fuerzas de nuestro ser, con el alma y con el cuerpo podamos repetir: oportet illum regnare!, mientras resuena la copla de nuestra debilidad, porque sabes que somos criaturas».
La fiesta de hoy es como un adelanto de la segunda venida de Cristo en poder y majestad, la venida gloriosa que llenará los corazones y secará toda lágrima de infelicidad. Pero es a la vez una llamada y acicate para que a nuestro alrededor el espíritu amable de Cristo impregne todas las realidades terrenas, pues «la esperanza de una tierra nueva no debe atenuar, sino más bien estimular, el empeño por cultivar esta tierra, en donde crece ese cuerpo de la nueva familia humana que ya nos puede ofrecer un cierto esbozo del mundo nuevo. Por lo tanto, aunque haya que distinguir con cuidado el progreso terreno del desarrollo del Reino de Cristo, sin embargo, el progreso terreno, en cuanto que puede ayudar a organizar mejor la sociedad humana, es de gran importancia para el Reino de Dios.
»Los bienes de la dignidad humana, de la comunión fraterna y de la libertad –es decir, todos los bienes de la naturaleza y los frutos de nuestro esfuerzo– los volveremos a encontrar, después de que los hayamos propagado (...), y esta vez ya limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo devuelva al Padre el Reino eterno y universal (...). El Reino está ya presente misteriosamente en esta tierra; y cuando el Señor venga alcanzará su perfección». Nosotros colaboramos en la extensión del reinado de Jesús cuando procuramos hacer más humano y más cristiano el pequeño mundo que nos rodea, el que cada día frecuentamos.
. A la pregunta de Pilato, contestó Jesús: Mi reino no es de este mundo... Y ante la nueva interpelación del Procurador, respondió: Yo soy Rey. Para esto he nacido.... No siendo de este mundo, el Reino de Cristo comienza ya aquí. Se extiende su reinado en medio de los hombres cuando estos se sienten hijos de Dios, se alimentan de Él y viven para Él. Cristo es un Rey a quien se le ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra, y gobierna siendo manso y humilde de corazón, sirviendo a todos, porque ha venido no a ser servido, sino a servir, y dar su vida para la redención de muchos. Su trono fue primero el pesebre de Belén, y luego la Cruz del Calvario. Siendo el Príncipe de los reyes de la tierra, no exige más tributos que la fe y el amor.
Un ladrón fue el primero en reconocer su realeza: Jesús -le decía con una fe sencilla y humilde-, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino. El título que para muchos fue motivo de escándalo y de injurias, será la salvación de este hombre en el que ha ido arraigando la fe, cuando más oculta parecía estar la divinidad del Salvador, que «concede siempre más de lo que se le pide: el ladrón solo pedía que se acordase de él; pero el Señor le dice: En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso. La vida consiste en habitar con Jesucristo, y donde está Jesucristo allí está su Reino».
En la fiesta de hoy oímos al Señor que nos dice en la intimidad de nuestro corazón: Yo tengo sobre ti pensamientos de paz y no de aflicción, y hacemos el propósito de arreglar en nuestro corazón lo que no sea conforme con el querer de Cristo. A la vez, le pedimos poder colaborar en esa tarea grande de extender su reinado a nuestro alrededor y en tantos lugares donde aún no le conocen. «A esto hemos sido llamados los cristianos, esa es nuestra tarea apostólica y el afán que nos debe comer el alma: lograr que sea realidad el reino de Cristo, que no haya más odios ni más crueldades, que extendamos en la tierra el bálsamo fuerte y pacífico del amor». Esto solo lo lograremos acercando a muchos a Jesús, mediante un apostolado constante y eficaz entre las personas que diariamente pasan cerca de nuestra vida.
Para hacer realidad nuestros deseos acudimos, una vez más, a Nuestra Señora. «María, la Madre santa de nuestro Rey, la Reina de nuestro corazón, cuida de nosotros como solo Ella sabe hacerlo. Madre compasiva, trono de la gracia: te pedimos que sepamos componer en nuestra vida y en la vida de los que nos rodean, verso a verso, el poema sencillo de la caridad, quasi fluvium pacis (Is 66, 12), como un río de paz. Porque Tú eres mar de inagotable misericordia»


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