Nacimiento de Jesús (Valtorta)




* La Virgen, como absorbida por una cortina de incandescencia, en medio de la luz, desaparece y emerge de ella como Madre.- 




■ Veo el interior de este pobre refugio rocoso que María y José comparten con los animales. La pequeña hoguera se adormila junto con su guardián. María levanta su cabeza de la especie de lecho y mira. Ve que José tiene la cabeza inclinada sobre el pecho como si estuviese pensando, y está segura que el cansancio ha vencido su deseo de estar despierto. ¡Qué hermosa sonrisa le aflora por los labios! Haciendo menos ruido que haría una mariposa al posarse sobre una rosa, se sienta, y luego se arrodilla. Ora. Es una sonrisa de bienaventurada la que llena su rostro. Ora con los brazos abiertos no en forma de cruz, sino con las palmas hacia arriba y hacia delante, y parece como si no se cansase con esta posición. Luego se postra con el rostro contra el heno orando más intensamente. Una larga plegaria. 

■ José se despierta. Ve que el fuego casi se ha apagado y que el establo está casi oscuro. Echa unas cuantas ramitas. La llama vuelve a chispear. Le echa unas cuantas ramas cada vez más gruesas; porque el frío debe ser agudo. Un frío nocturno invernal que penetra por todas partes de estas ruinas. El pobre José, como está junto a la puerta —llamemos así a la entrada sobre la que su manto hace las veces de puerta— debe estar congelado. Acerca sus manos al fuego. Se quita las sandalias y acerca también los pies. Así se calienta. Cuando ve que el fuego va bien y que alumbra lo suficiente, se da media vuelta; pero no ve nada, ni siquiera la blancura del velo de María que antes formaba una línea clara sobre el heno oscuro. Entonces se pone de pie y despacio se acerca a donde está María. Le pregunta: “¿No te has dormido?”. Pregunta tres veces, hasta que ella torna en sí, y responde: “Estoy orando”. José: “¿Te hace falta algo?”. Virgen: “Nada, José”. José: “Trata de dormir un poco. Al menos de descansar”. Virgen: “Lo haré. Pero la oración no me cansa”. “Buenas noches, María”. “Buenas noches, José”. 

María vuelve a su antigua posición. José, para no dejarse vencer otra vez por el sueño, se pone de rodillas cerca del fuego y ora. Ora con las manos juntas sobre la cara. Las mueve algunas veces para echar más leña al fuego y luego vuelve a su ferviente plegaria. Fuera del rumor de la leña que chisporrotea, y del que produce el borriquillo que algunas veces golpea su pezuña contra el suelo, otra cosa no se oye. 

■ Un rayo de luna se cuela a través de una grieta del techo. Parece un hilo plateado que buscase a María. Se alarga a medida que la luna va elevándose en el Cielo y, por fin, la alcanza. Ya está sobre la cabeza de la orante, nimbándola de candor. María levanta su cabeza como si de lo alto alguien la llamara, y se yergue hasta quedar de nuevo de rodillas. ¡Oh, qué hermoso es este momento! Ella levanta la cabeza, que parece resplandecer bajo la luz blanca de la luna, y una sonrisa no humana transforma su rostro

¿Qué ve? ¿Qué oye? ¿Qué experimenta? Sólo Ella puede decir lo que vio, sintió y experimentó en la hora dichosa de su Maternidad. Yo solo veo que en torno a Ella la luz aumenta, aumenta, aumenta; parece descender del cielo, parece provenir de las pobres cosas que están a su alrededor, parece, sobre todo, que proviene de Ella. Su vestido, oscuro-azul, ahora parece estar teñido de un suave color de miosota; sus manos y su rostro parecen volverse azulinas, como los de uno que estuviera puesto en el foco de un inmenso zafiro pálido. 

Este color, que me recuerda, a pesar de ser muy tenue, el que veo en las visiones del santo Paraíso, y también el que vi en la visión de la venida de los Magos, se va extendiendo progresivamente sobre todas las cosas, y las viste, las purifica, las hace brillantes. El cuerpo de María despide cada vez más luz,  absorbe la de la luna, parece como si Ella atrajese hacia sí la que le puede venir del Cielo. Ahora ya es Ella la Depositaria de la Luz, la que debe dar esta Luz al mundo. Y esta beatífica, incontenible, inconmensurable, eterna, divina Luz que va a ser dada de un momento a otro, se anuncia con una alba, un lucero de la mañana, un coro de átomos de luz que aumenta, aumenta como una marea, sube, sube como incienso, baja como una riada, se extiende como un velo… 

■ La techumbre, llena de grietas, de telas de araña, de escombros que sobresalen y están en equilibrio por un milagro de estática, esa techumbre negra, llena de humo, repelente, parece bóveda de una sala real. Cualquier piedra es un bloque de plata; cualquier agujero, un brillar de ópalos; cualquier telaraña, un preciosísimo baldaquín tejido de plata y diamante. Una lagartija que está entre dos piedras, parece un collar de esmeraldas olvidado allí por una reina; y unos murciélagos que descansan, parecen una hoguera preciosa de ónix. Ya no es hierba el heno que cuelga del pesebre más alto, es una multitud de hilos de plata pura que se balancean en el aire cual se mece una cabellera suelta. La madera oscura del pesebre de abajo parece un bloque de plata bruñida. Las paredes están cubiertas de un brocado en que el recamo de perlas en relieve oculta el candor de la seda;  y el suelo… ¿Qué es ahora el suelo? Es un cristal encendido por una luz blanca; los salientes parecen rosas de luz arrojadas al suelo como homenaje; y los hoyos, copas preciosas de cuyo interior ascenderían aromas y perfumes. 

■ La luz crece cada vez más. Es irresistible a los ojos. En medio de ella desaparece, como absorbida por una cortina de incandescencia, la Virgen… y de ella emerge la Madre. Sí.  Cuando mi vista de nuevo puede resistir la luz, veo a María con su Hijo recién nacido entre los brazos. Es un Niñito rosado y regordete, que gesticula con unas manitas gorditas del tamaño de un capullo de rosa; que menea sus piececitos, tan pequeños que cabrían en la corola de una rosa; que llora con una vocecita trémula, como la de un corderito que acaba de nacer, abriendo una boquita que parece una menuda fresa del bosque, y mostrando una lengüita temblorosa contra el paladar rosado; que mueve su cabecita, tan rubia que parece desprovista casi de cabellos, una cabecita redonda que su Mamá sostiene en la palma de su mano, mientras mira a su Hijito, adorándole, sonriendo y llorando al mismo tiempo. Y se inclina para besarle, no en la inocente cabeza, sino en el centro del pecho, sobre ese corazoncito que palpita, que palpita por nosotros… allí donde un día se abrirá la Herida de la lanzada. Su Mamá se la está curando anticipadamente, con un beso inmaculado. 

■ El buey, que se ha despertado al ver la claridad, se levanta dando fuertes patadas sobre el suelo y muge. El borrico vuelve su cabeza y rebuzna. Es la luz la que los despierta, pero me seduce la idea de pensar que hayan querido saludar a su Creador, por ellos mismos y por todos los animales. ■ 


Y José, que oraba tan profundamente que era ajeno a cuanto le rodeaba, también torna en sí, y, por entre sus dedos apretados contra la cara, ve filtrarse la extraña luz. Se quita las manos de la cara, levanta la cabeza, se vuelve. El buey, que está en pie,  no deja ver a María, pero Ella le llama: “José, ven”. José acude presuroso. Y cuando ve, se detiene, presa de reverencia, y está casi para caer de rodillas en ese mismo lugar; pero María insiste: “Ven, José” y, apoyando la mano izquierda en el heno y teniendo con la derecha estrechado contra su corazón al Pequeñín, se levanta y se dirige hacia José, quien, por su parte, camina azarado, entre su deseo de ir y el temor a ser irreverente. Junto a la cama de paja para el ganado ambos esposos se encuentran y se miran con lágrimas llenas de felicidad.

 ■ María dice: “Ven, ofrezcamos a Jesús al Padre”. Y mientras José se arrodilla, Ella, de pie entre dos troncos que sostienen la bóveda, levanta a su Hijo en los brazos y dice: “Heme aquí. En su Nombre, ¡oh Dios! te digo esto. Heme aquí para hacer tu voluntad. Y con Él, yo, María y José, mi esposo. Aquí están tus siervos, Señor. Que siempre hagamos, a cada momento, en cualquier cosa, tu voluntad, para gloria tuya y por amor tuyo”.

* El Niño, envuelto con pañales, es recostado en el pesebre.- 

■ Luego María se inclina y ofreciéndole al Pequeñín le dice: “Toma, José”. José está profundamente turbado: “¿Yo? ¿A mí? ¡Oh no! ¡No soy digno!”. Está como aniquilado ante la idea de tocar a Dios.  Pero María sonriente insiste: “Eres digno de ello. Nadie más que tú, y por eso el Altísimo te escogió. Toma, José, y tenle mientras voy a buscar los pañales”. José, rojo como una púrpura, extiende sus brazos, toma ese montoncito de carne que grita de frío; una vez que lo tiene entre sus brazos, no persiste en la intención de mantenerle separado de sí por respeto, sino que lo estrecha contra el corazón diciendo en medio de un estallido de lágrimas: “¡Oh, Señor, Dios mío!”; y se inclina a besar los piececitos. Los siente fríos y entonces se sienta en el suelo y le recoge en su regazo, y con su vestido marrón y con sus manos procura cubrirle, calentarle, defenderle del viento helado de la noche. Quisiera acercarse al fuego, pero allí se siente esa corriente de aire que entra por la puerta. Es mejor quedarse donde está, o, mejor todavía, entre los dos animales que defienden del aire y que despiden calor. Y se pone entre el buey y el asno dando las espaldas a la entrada, con su cuerpo inclinado sobre el Recién Nacido para hacer de su pecho una hornacina, cuyas paredes laterales son: una cabeza gris de largas orejas; un grande hocico blanco cuya nariz despide vapor y cuyos ojos miran bonachonamente. 

■ María ha abierto ya el baulillo, y ha sacado ya unos pañales y unas fajas, ha ido a la hoguera y los ha calentado. Viene a donde está José y envuelve al Niño en esos paños calentitos, y con su velo le cubre la cabecita. Pegunta: “¿Dónde le pondremos ahora?”. José mira a su alrededor. Piensa… Dice: “Espera, vamos a echar más para acá a los dos animales y la paja, y bajamos ese heno de allí arriba, y le ponemos a Él aquí dentro. 

La madera  del pesebre le protegerá del aire; el heno le servirá de almohada, el buey con su aliento le calentará un poco. Mejor el buey. Es más paciente y quieto”. Y se pone manos a la obra, mientras María acuna a su Pequeñín estrechándole contra su corazón, con sus mejillas sobre la cabecita para darle calor. José vuelve a atizar el fuego, sin ahorrar leña, para que se levante una buena hoguera y se pone a calentar el heno, de forma que según lo va secando, para que no se enfríe, se lo va metiendo en el pecho; luego, cuando ya tiene suficiente para un colchoncito para el Pequeñín, va al pesebre y lo dispone como una cunita. Dice: “Ya está. Ahora se necesita una manta, porque el heno pica; y además para taparle…”. 

María dice: “Toma mi manto”. José: “Vas a tener frío”. Virgen: “¡Oh, no tiene importancia! La capa es demasiado áspera; el manto es delicado y caliente. No tengo frío para nada. Con tal de que no sufra Él”. José toma el ancho manto de delicada lana color azul oscuro, y lo pone doblado sobre el heno, y deja una punta colgando fuera del pesebre. El primer lecho del Salvador está ya preparado. ■  María, con su dulce caminar, le trae al pesebre y en él le coloca y le cubre con la extremidad del manto que había quedado fuera y con ella le envuelve también la cabecita desnuda, que se hunde en el heno, protegida apenas por el velo fino de María. Queda solo destapada la carita, del tamaño de un puño de hombre, y los dos, inclinados sobre el pesebre, le miran con beatitud mientras duerme su primer sueño, porque el calor de los pañales y del heno han calmado su llanto y han hecho conciliar el sueño al dulce Jesús. (Escrito el 6 de Junio de 1944).
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1  Nota  : Cfr. Lc. 2,6-7;  Mt. 1,25-25.