Sembrar siempre; los frutos los da Dios

El Señor, de forma muchas veces insospechada, hace fructificar nuestra oración y nuestros esfuerzos: Mis elegidos no trabajarán en vano, nos ha prometido. Y en la Antífona de comunión leemos hoy las consoladoras palabras del Señor: Soy yo quien os he elegido del mundo y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure.
La misión apostólica unas veces es siembra, sin frutos visibles, y otras recolección, quizá de lo que otros sembraron con su palabra, con su dolor oculto desde la cama de un hospital, o desde un trabajo escondido y sin brillo. En ambos casos, el Señor quiere que se alegren juntamente el sembrador y el segador.
Si los frutos tardaran en llegar o nos asaltara la tentación de juzgar el valor de nuestros esfuerzos por sus resultados inmediatos, no debemos olvidar que en ocasiones no veremos las espigas granadas; otros las recolectarán. Nos pide el Señor que sembremos sin descanso y que experimentemos la alegría del labrador, seguro de que ya brotará algún día la semilla que arrojó al surco. Así evitaremos el desánimo, síntoma muchas veces de falta de rectitud de intención, de no estar trabajando para el Señor, sino para afirmar nuestro yo. Lo que nosotros no podamos acabar, otros lo terminarán.
No pretendamos tampoco arrancar el fruto antes de que esté maduro. «No estropeemos la flor abriéndola con nuestros dedos. La flor se abrirá y el fruto madurará en la estación y en la hora que solo Dios sabe. A nosotros nos toca sembrar, regar... y esperar». La constancia y la paciencia son virtudes esenciales para toda tarea apostólica; ambas son manifestaciones de la virtud de la fortaleza.
El hombre paciente se parece al sembrador, que cuenta con el ritmo propio de la naturaleza y sabe realizar cada faena en el tiempo oportuno: el arado, la siembra, el riego, el abonado, la escarda, la recolección: una serie de tareas previas, antes de ver la harina dispuesta para el pan que alimentará a toda la familia. El impaciente querría comer sin sembrar. Si abandonáramos la lucha por la propia santidad y la de los demás porque no viéramos resultados, estaríamos manifestando una visión demasiado humana de nuestro quehacer apostólico, que contrasta abiertamente con la figura paciente de Jesús. Él sabe esperar días, semanas, meses y años antes de la conversión del pecador. Las almas necesitan un tiempo que nosotros no sabemos calcular. Hagamos bien la siembra y luego seamos pacientes; pidamos fortaleza para ser constantes.



https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx