Cómo mantener las lámparas encendidas



El Evangelio de la Misa nos relata una costumbre judía; el Señor la emplea para darnos una enseñanza acerca de la vigilancia que hemos de tener sobre nosotros mismos y sobre los demás. Nos dice Jesús: El Reino de los Cielos será semejante a diez vírgenes, que tomando sus lámparas salieron a recibir al esposo... Estas vírgenes son las jóvenes no casadas, damas de honor de la novia, que esperan en casa de esta al esposo. La enseñanza se centra en la actitud que se ha de tener a la llegada del Señor. Él viene a nosotros, y debemos aguardarle con espíritu vigilante, despierto el amor, pues –dice San Gregorio Magno comentando esta parábola– «dormir es morir.
Cinco de estas vírgenes –leemos en la parábola– eran necias, pues no llevaron consigo el aceite necesario, por si tardaba en llegar el esposo. Las otras cinco fueron previsoras, prudentes, y junto con las lámparas llevaron aceite en sus alcuzas. Unas y otras se durmieron, pues la espera fue larga. Pero cuando a medianoche se oyó la voz: Ya está ahí el esposo, solo las que habían llevado el aceite se encontraron preparadas y pudieron participar en las bodas. Las otras, a pesar de sus esfuerzos, quedaron fuera.
El Espíritu Santo nos enseña que no basta haber iniciado el camino que nos lleva a Cristo: es preciso mantenernos en él con un alerta continuo, porque la tendencia de todo hombre, de toda mujer, es la de suavizar la entrega que lleva consigo la vocación cristiana. Casi sin darnos cuenta, se introduce en el alma el deseo de hacer compatible el seguir de cerca a Cristo con un ambiente aburguesado. Es necesario estar atentos porque puede ser muy fuerte la presión de un ambiente que tiene como norma de vida la búsqueda insaciable del confort y de la comodidad. Entonces seríamos semejantes a esas vírgenes, inicialmente llenas de buen espíritu, pero que se cansan pronto y no pueden salir a recibir al Esposo, para lo que se habían estado preparando toda la jornada. Si no estuviéramos alerta, el Señor nos encontraría sin el brillo de las buenas obras, dormidos, con la lámpara apagada. ¡Qué pena si un cristiano, después de años y años de lucha, se encontrara al final de su vida con que sus actos carecieron de valor sobrenatural porque les faltó el aceite del amor y de la caridad! No olvidemos que la luz de la caridad debe informar las relaciones familiares, sociales..., el trato con los amigos, con los clientes, con esas personas que encontramos ocasionalmente.
La virtud teologal de la caridad debe alumbrar siempre nuestros actos, en toda circunstancia, en todo momento: cuando nos encontramos bien y en la enfermedad, y en el cansancio, y en el fracaso; entre personas de trato amable y con quienes la convivencia resulta más áspera o difícil; en el trabajo, en la familia..., siempre. «En el alma bien dispuesta hay siempre un vivo, firme y decidido propósito de perdonar, sufrir, ayudar y una actitud que mueve siempre a realizar actos de caridad. Si en el alma ha arraigado este deseo de amar y este ideal de amar desinteresadamente, tendrá con ello la prueba más convincente de que sus comuniones, confesiones, meditaciones y toda su vida de oración están en orden y son sinceras y fecundas»


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