Conoce y combate tu defecto dominante



(Garrigou-Lagrange. Las tres edades de la vida interior)

El defecto o pasión dominante es  el  que  en  cada  uno  tiende  a  prevalecer  sobre  los  demás  y,  en  consecuencia,  a hacerse  sentir  en  nuestra  manera  de opinar,  juzgar,  simpatizar,  querer  y  obrar.  Es  un defecto que,  en  cada  uno  de  nosotros,  guarda  íntima  relación  con nuestro  modo  de  ser individual . Hay temperamentos naturalmente inclinados a la molicie, a la indolencia, a la pereza, a la gula y a la sensualidad. Otros tienden a la soberbia. 

No subimos todos por el mismo camino a la cumbre de la perfección: los blandos de complexión deben, mediante la oración, lagracia y la virtud, tratar de conseguir la fortaleza; mas los que son impetuosos y fácilmente se dejan llevar a la violencia, deben, por su esfuerzo y la ayuda de la gracia, hacerse mansos y tratables. Nuestro  temperamento  individual  está  generalmente  bastante bien definido  en  un  sentido determinado, según el principio: natura determinatur ad unum. 
Por eso tiene necesidad de ser perfeccionado por las  diversas  virtudes, merced  a  las  cuales  nos  será  dado  obrar  razonable  y  cristianamente,  según  las diversas circunstancias y con relación  a  las  diversas  categorías de personas por  ej.,  cuando  se trata de los superiores, iguales o inferiores o según las diversas circunstancias en que pudiéramos encontrarnos. Mientras no se haya conseguido esa progresiva transformación del temperamento, el defecto dominante en cada uno se hará sentir constantemente. 
Se trata de un enemigo doméstico que reside en nuestro interior, y que es capaz, si echa fuerzas, de acabar por arruinar totalmente la obra de la gracia o la vidainterior. Es, a las veces, como la hendidura de un muro sólido en apariencia, pero que no es tal; como una grieta imperceptible, pero honda, en la bella fachada de un edificio, que una violenta sacudida puede hacer venir a tierra. Una antipatía, por ejemplo, una instintiva repugnancia hacia alguien, si no la vigilan la recta razón, el espíritu de fe y la caridad, puede acarrear al alma graves desastres y arrastrarla a grandes injusticias, con las que se daña más a sí propia que al prójimo, pues es cosa peor cometer que sufrir tales injusticias.

El  defecto  o  pasión  dominante  es  tanto  más  peligroso, cuanto  que  con  frecuencia compromete  nuestra  primera  cualidad,  que  es  una  buena  y  recta  inclinación  de  nuestra naturaleza;  cualidad  que  debe  ser  cultivada  y  sobrenaturalizada por  la  gracia.  Uno  se siente, por ejemplo, inclinado a la amabilidad; mas si por efecto de la pasión dominante, esa amabilidad degenera en debilidad y excesiva indulgencia, fácilmente  podría  llevarnos a la pérdida total de la energía.Otro, por el contrario, es naturalmente inclinado a la de-cisión, a la fortaleza; mas si se deja  llevar  de  su  temperamento irascible,  la  fortaleza  degenera  pronto  en  violencia,  muy fuera de toda razón y causa de mil desórdenes.

Hay  en  cada  hombre  sombras  y  luces;  existe  el  defecto dominante  y,  a  la  vez, excelentes cualidades. Mientras vivimos en la divina amistad, existe en nosotros un especial predominio o atracción de la gracia, que generalmente perfecciona en nuestra naturaleza lo que  en  ella  hay  de  más  hermoso, para  irradiar  luego  sobre  lo  que  vale  menos.  Así  unos son más inclinados a la contemplación; otros a la acción. Preciso es, pues, vigilar para que el  defecto  dominante  no  sofoque nuestras  buenas  inclinaciones  ni  aquel  atractivo  de  la gracia. De no hacerlo así, nuestra alma sería semejante a un campo de trigo invadido por la cizaña de que habla el Evangelio. No olvidemos que tenemos un enemigo, el demonio, que trabaja precisamente porque se desarrolle nuestro defecto dominante,  para  ponernos enfrente de aquellos que, en compañía nuestra, cultivan la heredad del Señor. 

El Salvador nos dice  en  San  Mateo,  xIII,  25:  "El  reino  de  Dios  es  semejante  a  un  hombre  que sembró  buena  semilla  en  su  campo.  Pero al  tiempo  de  dormir  los  hombres,  vino  cierto enemigo  suyo y sembró  cizaña  en  medio  del  trigo  y  se  fue."  Y  explica  Jesús  que  el enemigo es el demonio, que se esfuerza por destruir la obra de Dios, enfrentando entre sí a los que deberían colaborar santamente en la misma tarea de vida eterna. Es muy hábil para agrandar, en nuestra opinión, los defectos del prójimo, para transformar un granito de arena en una mon-taña, poniendo cristales de aumento delante de nuestra imaginación, a fin de irritarnos contra nuestros hermanos, en lugar de colaborar con ellos.
Por ahí se echa de ver los males que el defecto dominante nos puede acarrear, si no le  prestamos  atención.  Ese  defecto o  pasión  es  muchas  veces  como  el  gusanillo  que  va royendo el corazón de las frutas más sanas y hermosas.

***¿CÓMO CONOCEREMOS NUESTRO DEFECTO DOMINANTE?

Es evidente, en primer lugar, lo mucho que importa conocerlo  bien,  y no  hacernos ilusiones en esta materia. Y esto es tanto más necesario, cuanto que nuestro adversario, el enemigo  de  nuestras  almas,  lo  conoce  perfectamente  y  se sirve  de  él  para  poner desasosiego  en  nosotros  mismos  y  en nuestro  derredor.  En  el  castillo  de  nuestra  vida interior, defendido por las distintas virtudes, el defecto dominante es el punto débil que ni  las  virtudes  teologales,  ni  las  virtudes morales  defienden.  El  enemigo  de las  almas busca  precisa-mente,  en  cada  uno,  ese  punto  débil,  fácilmente  vulnerable, y  con facilidad lo encuentra. Por consiguiente, nosotros también debemos conocerlo.

¿Cómo? Es cosa bastante fácil en los principiantes, si son sinceros. Pero más tarde, el defecto dominante ya no aparece tan claro; se esfuerza por ocultarse y tomar aires de virtud. La  soberbia  se  viste  de  apariencias  de  magnanimidad, y  la  timidez  con vestidos   de   humildad.   Y   sin   embargo,   es   absolutamente   necesario   que   lo conozcamos  bien; pues  si  no  lo  conocemos,  menos  podremos  combatirlo,  y,  si no  lo combatimos, se ha acabado para nosotros la vida interior. 
Para  dar  con  él,  lo  primero  es  pedir  luz  a  Dios:  "Hazme conocer,  oh  Señor,  los obstáculos que de manera más o menos consciente opongo a la acción de la gracia en mí. Dame luego la gracia de apartarlos, y si en eso soy negligente, apártalos Tú mismo, aunque mucho me hagas sufrir."Después  de  haber  pedido  muy  sinceramente  a  Dios  que nos  ilumine,  preciso  es examinarse  seriamente.  ¿De  qué  manera?  Preguntándose:  ¿Adónde  van  mis  ordinarias preocupaciones, al despertarme por la mañana y cuando me encuentro a solas? ¿Cuál es el  blanco  de  mis  pensamientos  y deseos?  No  hay  que  echar  en  olvido  que  el  defecto dominante que, como la cosa más natural, se alza en jefe de las demás pasiones, toma apariencia  de  virtud,  y,  si  no  se  le combate,  podría  conducir  hasta  la  impenitencia; Judas llegó a ella por la avaricia que ni supo, ni quiso dominar; y ella le arrastró como el violento huracán que precipita el navío contra las rocas de la costa.

Para  conocer  el  defecto  dominante  debe  uno  preguntarse: ¿Cuál  es  generalmente  la causa de mis tristezas y alegrías? ¿Cuál es el motivo ordinario de mis acciones, el origen corriente de mis pecados; no de una u otra falta accidental, sino de los pecados habituales que crean en mí como un estado de resistencia a la gracia, especialmente si tal estado es permanente  y  me  lleva  a  omitir  los  ejercicios  de  piedad? ¿Por  qué  causa  se  resiste  el alma a retornar al bien? También hemos  de preguntarnos:  ¿Qué piensa de esto mi director?  ¿Cuál  es,  en  su opinión, mi defecto dominante? Él es mejor juez que yo. Nadie, en efecto, es buen juez en su  propia  causa,  porque el  amor  propio  nos  engaña.  Muchas  veces  nuestro  director  ha descubierto este defecto antes que nosotros mismos. Quizás ha querido hablarnos de él en diferentes ocasiones. ¿Le hemos escuchado? ¿O más bien, hemos pretendido excusarnos?

La  excusa  está  aquí  siempre  a  flor  de  labios,  porque  el defecto  dominante  excita fácilmente  a todas  las  demás  pasiones,  las  dirige  corno  señor,  y  ellas  le  obedecen  al momento. Así  es  como  el  amor  propio  herido  luego  excita  la  ironía, la  ira  y  la impaciencia.  Además,  ese  defecto,  si  ha  llegado  a echar  hondas  raíces,  experimenta particular  repugnancia  en dejarse  desenmascarar  y  combatir,  porque  pretende  reinar  en nosotros.  Y  llega  esto,  a  veces,  a  tal  extremo,  que  cuando alguien  nos  acusa  de  él,  le replicamos: "Podré tener otros defectos, pero éste jamás" 

Podemos  igualmente  venir  en  conocimiento de  la  pasión dominante,  por  las tentaciones que con mayor frecuencia suscita en nuestra alma el enemigo, porque sobre todo nos ataca por el punto débil de cada cual.

En  fin,  en  los  momentos  de  verdadero  fervor,  las  inspiraciones  del  Espíritu  Santo acuden solícitas a pedirnos sacrificios en tal materia.Si  con  sinceridad  recurrimos  a  estos  medios  de  discernimiento,  fácil  nos  será reconocer  a  este  enemigo  interior  que con  nosotros  llevamos  y  nos  hace  sus  esclavos: "Aquel  que se  entrega  al  pecado,  esclavo  es del  pecado",  dice  Jesús  por San  Juan  (vIII, 34).  Es  como  una  prisión  interior  que  llevamos  con  nosotros  a  dondequiera  que  vamos. Procuremos con toda nuestra alma hacerla a un lado.
Gran  fortuna  sería  encontrar  a  un  santo  que  nos  dijera: "Éste  es  tu  defecto dominante,  y  ésta  tu  buena  cualidad  principal  que  generosamente  debes  cultivar  para conseguir  la unión  con  Dios."  De  este  modo  llamó  Nuestro  Señor  hijos del  trueno, boanerges, a los jóvenes apóstoles Santiago y Juan, que querían hacer bajar fuego del cielo sobre una aldea que se había negado a recibirles. Leemos en San Lucas (IX, 56): "Y les replicó diciendo: ¡No sabéis de qué espíritu sois! El Hijo del hombre
no vino para perder a  los  hombres,  sino  para  salvarlos."  

En  la  escuela  del  divino  Salvador, los  boanerges  se hacen mansos, hasta tal punto que, al fin de suSan  Juan  Evangelista  no  acertaba  a  decir  sino  un  cosa:  Hijitos  míos,  amaos  los unos  a  los  otros"  (I  Joan.,  III,  18-23). Y  como  le  preguntasen  por  qué  repetía  tanto  la misma cosa, respondió:"Es  el  precepto  del  Señor;  y  si  lo  cumplís,  con él  basta."  Juan no  había  perdido  nada  de  su  ardor,  ni  de su  sed  de  justicia,  pero  ésta  se  había espiritualizado e iba acompañada de una gran mansedumbre.

Santo  Tomás  ve  en  este  hecho  una  aplicación  del  principio formulado  por  Aristóteles  que cita con frecuencia: Quali s  unusq uisque  est,  talis  finis  videtur  ei: una cosa la juzgamos buena o mala según nuestras interiores disposiciones. Marc., III , 17


DE CÓMO SE HA DE COMBATIR EL DEFECTO DOMINANTE

Es muy necesario combatirlo, porque es  el principal enemigo interior; y porque, cuando está vencido, las tentaciones ya no son peligrosas, sino más bien ocasiones de progresar. Mas  este  radical  defecto  no  quedará  vencido  sin  antes  haber  realizado  un  verdadero progreso en  la  piedad  o  vida  interior,  sin  que  el  alma  haya  llegado  a  un  serio  y  estable fervor de voluntad, o sea a aquella prontitud de la voluntad en el servicio de Dios que es, según  Santo  Tomás,  la  esencia  de la  verdadera  devoción 
 Para  este  combate espiritual,  preciso  es  recurrir  a  tres  medios  fundamentales:  la  oración,  el examen  y  la penitencia.La oración sincera: "Hazme conocer, Señor, el principal obstáculo para mi santificación; el que me  impide  sacar  fruto  de las  gracias  y  aun  de  las  dificultades  exteriores,  que  serían  grandemente  provechosas  para  mi  alma,  si,  cuando  se  presentan,  supiera  yo  recurrir  a Ti"  

Los santos, como San Luis Bertrán, pedían aún más: "Hic ure, Domine, hic seca, ut in aeternum parcas:  Quema  y  corta  en  esta  vida,  Señor,  con  tal que  me perdones  eternamente."  El Beato Nicolás de Flüe oraba: "Quítame, Señor, todo lo que me impide llegar hasta Ti; dame todo lo que a Ti me conduzca; tómame y entrégame todo a Ti"

Esta oración no nos dispensa del examen; al contrario, nos lleva a él. Y, como decía San Ignacio,  sería  conveniente, sobre todo a los principiantes, tomar nota cada semana de las veces que se ha cedido a este defecto dominante. Es más fácil burlarse sin provecho de este método,  que  practicarlo  fructuosamente.  

Si  con  tanta  diligencia  solemos  apuntar  las entradas y salidas del dinero, seguramente que mis resultaría más provechoso saber las pérdidas y ganancias en el orden espiritual que tiene interés de eternidad. Importa  mucho,  en  fin,  imponerse  una  penitencia,  una sanción,  cadavez  que recaemos en este defecto. Tal penitencia puede ser una oración, un momento de silencio, una mortificación  interna  o  externa.  Sería  una  reparación  de  la falta,  y  una  satisfacción por  la  pena  que  le  es  debida.  Al mismo  tiempo  tendríamos  más  cuidado para  lo venidero. 

Muchos se han enmendado así de la costumbre de lanzar imprecaciones, imponiéndose cada vez la obligación de dar una limosna como reparación. Antes de haber conseguido vencer nuestro defecto dominante, nuestras virtudes son con frecuencia más bien buenas inclinaciones naturales que verdaderas y sólidas virtudes. Antes  de  esta  victoria,  la  fuente  de  las  gracias  aun  no  se  derrama  muy  caudalosa  sobre nuestras  almas,  porque  todavía nos  buscamos  demasiado  a  nosotros  mismos,  y  aun  no vivimos suficientemente de Dios.

Preciso  es,  en  fin,  vencer  la  pusilanimidad  que  nos  hace pensar  que  nuestra pasión dominante  nunca  la  podremos  desarraigar.  Con  la  gracia  nos  será  dado  acabar  con  ella, porque, como dice el Concilio de Trento (Ses. vI, c. u), citando a San Agustín: "Dios no nos manda  nunca  lo  imposible;  antes,  al imponernos  sus  preceptos,  nos  ordena  hacer  lo  que podamos y pedir la gracia que nos ayude en lo que no podamos."

Se ha dicho  que,  en  esta  materia,  el  combate  espiritual  es más  necesario  que  la victoria, porque si nos dispensamos de esta  lucha,  por  el  mismo  hecho  renunciamos  a  la vida  interior  y  a  tender  a  la  perfección.  Nunca  hemos  de  hacer  la paz  con  nuestros defectos.

Jamás  hemos  de  creer  a  nuestro  enemigo  cuando  quiera persuadirnos  de  que  tal lucha  no conviene sino a  los  santos, para  llegar  a  las  más  altas  regiones  de  la  santidad. Lo cierto es que, sin esta lucha perseverante y eficaz, nuestra alma no puede sinceramente aspirar a la perfección cristiana, hacia la cual nos obliga a tender el supremo precepto de la caridad. Este precepto no tiene límites, en efecto: "Amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón,  con  toda  tu  alma,  con  todas tus  fuerzas  y  con  todo  tu  espíritu;  y  al  prójimo como a ti mismo" (Luc., x,27).

Sin este combate no hay gozo interior, ni paz, porque la tranquilidad del orden, que es la paz, nace del espíritu de sacrificio; sólo él nos estabiliza interiormente en el orden, haciendo que muera todo lo que hay en nosotros de desordenado 

Uno de los defectos dominantes más difíciles de vencer es la pereza. Es posible, no obstante, conseguirlo con el auxilio de la gracia; porque Dios no manda lo imposible y nos manda orar a fin de conseguir lo que no podemos alcanzar con nuestro propio esfuerzo

Sólo  así,  la  caridad,  el  amor  de  Dios  y  de  las  almas  en Dios,  acaba  por  triunfar sobre el  defecto dominante; sólo así ocupa  esa  virtud  el  primer  rango  en  nuestra alma  y reina  en ella  eficazmente.  La  mortificación,  que  consigue  hacer  desaparecer  nuestro defecto  principal,  nos  hace  libres,  asegurándonos  el  predominio  de  nuestras  sanas cualidades naturales y la atracción de la gracia sobre nuestra alma. Así llegamos, poco a  poco,  a  ser  nosotros  mismos,  es  decir  a poseernos  sobrenaturalmente,  echando fuera nuestros defectos

No se trata de copiar servilmente las ajenas cualidades, ni sujetarse a un molde uniforme, idéntico para todos; la personalidad humana es muy varia y desigual, como las hojas de un árbol,  que nunca tiene dos  iguales. Pero tampoco hay que hacerse esclavo  del  propio  temperamento,  sino  transformarlo,  conservando  lo  que  en  él  hay  de bueno y aprovechable; y es preciso que el carácter sea, dentro de nuestro temperamento, como una huella de las virtudes adquiridas e infusas, sobre todo de las virtudes teologales. Si esto se consigue, entonces en vez de referirlo todo a nosotros mismos, como acontecía mientras  el  defecto  dominante  era  dueño  de nuestra  alma,  nos  sentimos  inclinados  a dirigirlo  todo  a  Dios; a  pensar  casi  constantemente  en  él y  a  vivir  sólo  para  él, aficionándole además a todos aquellos que se ponen en contacto con nosotros.

Para  conocerse  mejor,  conviene  variar  el  examen  de  conciencia,  haciéndolo  a  veces  según  los mandamientos de Dios y de la Iglesia; otras, siguiendo el orden de las virtudes teologales y morales; o considerando, en fin, los pecados que se oponen a estas diferentes virtudes (...)