Acudir al Sagrario


En el camino hacia Jerusalén, que con tanto detalle describe San Lucas, Jesús dejó escapar del fondo de su corazón esta queja hacia la Ciudad Santa que rehusó su mensaje: Jerusalén, Jerusalén..., cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina a sus polluelos bajo las alas.... Así nos sigue protegiendo el Señor: como la gallina a sus polluelos indefensos. Desde el Sagrario, Jesús vela nuestro caminar y está atento a los peligros que nos acechan, cura nuestras heridas y nos da constantemente su Vida. Muchas veces le hemos repetido: Pie pellicane, Iesu Domine, me immundum munda tuo sanguine... Señor Jesús, bondadoso pelícano, límpiame, a mí, inmundo, con tu Sangre, de la que una sola gota puede liberar de todos los crímenes al mundo entero. En Él está nuestra salud y nuestro refugio.
La imagen del justo que busca protección en el Señor «como los polluelos se cobijan bajo las alas de su madre» se encuentra con frecuencia en la Sagrada Escritura: Guárdame como a la niña de tus ojos, escóndeme bajo la sombra de tus alaspues Tú eres mi refugio, la torre fortificada frente al enemigo. Sea yo tu huésped por siempre en tu tabernáculo, me acogeré bajo el amparo de tus alas, leemos en los Salmos. El Profeta Isaías recurre a esta imagen para asegurar al Pueblo elegido que Dios lo defenderá contra los sitiadores. Así como los pájaros despliegan sus alas sobre sus hijos, así el Eterno todopoderoso protegerá a Jerusalén.
Al final de nuestra vida, Jesús será nuestro Juez y nuestro Amigo. Mientras vivía aquí en la tierra, y también mientras dure nuestro peregrinar, su misión es salvarnos, dándonos todas las ayudas que necesitemos. Desde el Sagrario Jesús nos protege de mil formas. ¿Cómo podemos tener la imagen de un Jesús distanciado de las dificultades que padecemos, indiferente a lo que nos preocupa?
Ha querido quedarse en todos los rincones del mundo para que le encontremos fácilmente y hallemos remedio y ayuda al calor de su amistad. «Si sufrimos penas y disgustos, Él nos alivia y nos consuela. Si caemos enfermos, o bien será nuestro remedio, o bien nos dará fuerzas para sufrir, a fin de que merezcamos el cielo. Si nos hacen la guerra el demonio y las pasiones, nos dará armas para luchar, para resistir y para alcanzar victoria. Si somos pobres, nos enriquecerá con toda suerte de bienes en el tiempo y en la eternidad». No dejemos cada día de acompañarle. Esos pocos minutos que dure la Visita serán los momentos mejor aprovechados del día. «¡Ah!, y ¿qué haremos, preguntáis algunas veces, en la presencia de Dios Sacramentado? Amarle, alabarle, agradecerle y pedirle. ¿Qué hace un pobre en la presencia de un rico? ¿Qué hace un enfermo delante del médico? ¿Qué hace un sediento en vista de una fuente cristalina?».
Nuestra confianza en que saldremos adelante en todas las pruebas, peligros y padecimientos no está en nuestra fuerzas, siempre escasas, sino en la protección de Dios, que nos ha amado desde la eternidad y no dudó en entregar a su Hijo a la muerte para nuestra salvación. El mismo Jesús se ha quedado cerca, en el Sagrario, quizá a no mucha distancia de donde vivimos o trabajamos, para ayudarnos, curar las heridas y darnos nuevos ánimos en ese camino que ha de acabar en el Cielo. Basta que nos acerquemos a Él, que espera siempre. Nada de lo que nos puede ocurrir podrá separarnos de Dios, como nos enseña San Pablo en una de las lecturas de la Misa, pues si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará en Él todas las cosas?... ¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, o la angustia, o la persecución, o el hambre, o la desnudez, o el peligro, o la espada? Nada nos podrá separar de Él, si nosotros no nos alejamos.
«Revestidos de la gracia, cruzaremos a través de los montes (cfr. Sal 103, 10), y subiremos la cuesta del cumplimiento del deber cristiano, sin detenernos. Utilizando estos recursos, con buena voluntad, y rogando al Señor que nos otorgue una esperanza cada día más grande, poseeremos la alegría contagiosa de los que se saben hijos de Dios: si Dios está con nosotros, ¿quién nos podrá derrotar? (Rom 8, 31)».