El salmo de la realeza y del triunfo de Cristo

 A lo largo de muchas generaciones fueron los salmos un cauce del alma para pedir ayuda a Dios, darle gracias, alabarle, pedirle perdón. El mismo Señor quiso utilizar un salmo para dirigirse a su Padre celestial en los momentos últimos de su vida aquí en la tierra. Fueron las oraciones principales de las familias hebreas, y la Virgen y San José verterían en ellos su inmensa piedad. De sus padres los aprendió Jesús, y al hacerlos propios les dio la plenitud de su significado. La liturgia de la Iglesia los utiliza cada día en la Santa Misa, y constituyen la parte principal de la oración –la Liturgia de las Horas– que los sacerdotes dirigen cada día a Dios en nombre de toda la Iglesia.
Desde siempre el Salmo II fue contado entre los salmos mesiánicos, los Padres de la Iglesia y los escritores eclesiásticos lo han comentado repetidas veces, y ha alimentado la piedad de muchos fieles. Los primeros cristianos acudían a él para encontrar fortaleza en medio de las adversidades. Los Hechos de los Apóstoles nos han dejado un testimonio de esta oración. Relatan cómo Pedro y Juan habían sido conducidos ante el Sanedrín por haber curado, en el nombre de Jesús, a un tullido que pedía limosna a la puerta del Templo. Cuando fueron milagrosamente liberados volvieron a los suyos y les contaron cuanto les había sucedido, y todos juntos entonaron una plegaria al Señor que tiene como centro este salmo de la realeza de Cristo. Esta fue su oración: Señor, Tú eres el que hiciste el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto en ellos se contiene; el que hablando el Espíritu Santo por boca de David, nuestro padre y siervo tuyo, dijiste: «¿Por qué se amotinan las gentes y las naciones trazan planes vanos? Se han armado los reyes de la tierra, y los príncipes se han coaligado contra el Señor y contra su Cristo».
Las palabras que el Salmista dirige a Dios contemplando la situación de su tiempo fueron palabras proféticas que se cumplieron en tiempos de los Apóstoles, y luego a lo largo de la vida de la Iglesia y en nuestros días. También nosotros podemos repetir con entera realidad: ¿Por qué se amotinan las gentes y las naciones trazan planes vanos?... ¿Por qué tanto odio y tanto mal? ¿Por qué también –en ocasiones– esa rebeldía en nuestra vida? Desde el pecado original no ha cesado un momento esta lucha: los poderosos del mundo se alían contra Dios y contra lo que es de Dios. Basta ver cómo la dignidad de la criatura humana es conculcada en tantos lugares, las calumnias, las difamaciones, poderosos medios de comunicación al servicio del mal, el aborto de cientos de miles de criaturas que no tuvieron opción alguna a la vida humana y a la sobrenatural para la que Dios mismo los había destinado, tantos ataques contra la Iglesia, contra el Romano Pontífice y contra quienes quieren vivir y ser fieles a la fe...
Pero Dios es más fuerte. Él es la Roca. A Él acudieron Pedro y Juan y quienes con ellos estaban reunidos aquel día en Jerusalén, y pudieron predicar con toda confianza la palabra del Señor. Cuando terminó aquella oración –nos dice San Lucas– todos se sintieron confortados y llenos del Espíritu Santo, y anunciaban con toda libertad la palabra de Dios.
Nosotros podemos encontrar en la meditación de este salmo fortaleza ante los obstáculos que se pueden presentar en un ambiente alejado de Dios, el sentido de nuestra filiación divina y la alegría de proclamar por todas partes la realeza de Cristo.