El homenaje de los gentiles a Jesús (Valtorta)




(...)Pero también hay gentiles. Esos gentiles que han escuchado en estos días de fiesta al Maestro, con constancia y en número cada vez mayor. Siempre a los márgenes de la multitud -porque el exclusivismo hebreo-palestino es fuerte y los rechaza, queriendo los primeros puestos en torno al Rabí-, ahora desean acercarse a Él y hablar con Él.

Un nutrido grupo de ellos reparan en Felipe, al que la multitud ha empujado a un rincón. Se acercan a él y le dicen:
-Señor, deseamos ver de cerca a Jesús, tu Maestro, y hablar con Él al menos una vez.

Felipe se alza sobre la punta de los pies, para ver si ve a algún apóstol que esté más cerca del Señor. Ve a Andrés, lo llama
y le grita estas palabras:
-Aquí hay unos gentiles que quisieran saludar al Maestro. Pregúntale si puede atenderlos.

Andrés, separado de Jesús unos metros, comprimido entre la multitud, se abre paso sin miramientos, usando abundantemente los codos y gritando:
-¡Dejad paso!Digo que dejéis paso. Tengo que ir donde el Maestro.
Llega donde Él y le transmite el deseo de los gentiles.
-Llévalos a aquel ángulo. Voy donde ellos.


Ya está Jesús donde los gentiles, que lo reciben con muestras de obsequio.
-La paz a vosotros. ¿Qué queréis de mí?
-Verte. Hablar contigo. Lo que has dicho nos ha conturbado. Hemos deseado siempre hablar contigo para decirte que tu palabra nos impresiona. Esperábamos el momento propicio para hacerlo. Hoy... hablas de muerte... Tememos no poder hablar contigo, si no aprovechamos este momento. ¿Pero es posible que los hebreos sean capaces de matar a su mejor hijo? Nosotros somos gentiles, y no hemos recibido beneficio de tu mano. Tu palabra nos era desconocida. Habíamos oído hablar de ti
vagamente. Pero nunca te habíamos visto ni nos habíamos acercado a ti. Y, a pesar de todo, ya ves: te tributamos homenaje; todo el mundo con nosotros te honra.
-Sí, ha llegado la hora en que el Hijo del hombre debe ser glorificado, por los hombres y por los espíritus.
Ahora la gente, de nuevo, está en torno a Jesús. Con la diferencia de que en primera fila están los gentiles y detrás los demás.
-Pero entonces, si es la hora de tu glorificación, no morirás como dices, o como hemos entendido. Porque morir de esa manera no significa ser glorificado. ¿Cómo podrás reunir al mundo bajo tu cetro, si mueres antes de haberlo hecho? Si tu brazo se inmoviliza en la muerte, ¿cómo podrá triunfar y reunir a los pueblos?
-Muriendo doy vida. Muriendo edifico. Muriendo creo el Pueblo nuevo. La victoria se consigue en el sacrificio. En verdad os digo que si el grano de trigo que cae a la tierra no muere, queda sin fruto; mas si muere, produce mucho fruto. El que ama su vida la perderá. El que aborrece su vida en este mundo la salvará para la vida eterna. Y Yo tengo el deber de morir, para dar esta vida eterna a todos los que me siguen para servir a la Verdad. El que me quiera servir que venga: no está limitado el sitio en mi reino a este o aquel pueblo. El que me quiera servir, quienquiera que sea, que venga y me siga, y donde Yo esté también estará mi servidor. Y al que me sirva lo honrará el Padre mío, único, verdadero Dios, Señor del Cielo y de la Tierra, Creador de todo lo que existe, Pensamiento, Palabra, Amor, Vida, Camino, Verdad; Padre, Hijo, Espíritu Santo, Uno siendo Trino. Trino siendo Único, Solo, Verdadero Dios. "Pero ahora mi alma esta turbada. Y ¿qué diré? ¿Acaso: "Padre, líbrame de esta hora"? No. Porque he venido para esto: para llegar a esta hora. Entonces diré "¡Padre, glorifica tu Nombre!".
Jesús abre los brazos en cruz, una cruz purpúrea contra el fondo cándido de los mármoles del pórtico; y levanta su rostro, ofreciéndose, orando, subiendo con el alma al Padre.
Y una voz, más fuerte que el trueno, inmaterial en el sentido de que no asemeja a ninguna voz de hombre, pero perceptibilísima para todos los oídos, llena el cielo sereno de este bellísimo día abrileño, vibrando más poderosa que el acorde de un órgano gigante, con una tonalidad bellísima, y proclama:

-Lo he glorificado y lo seguiré glorificando.

La gente ha sentido miedo. Esa voz, tan potente que ha hecho vibrar el suelo y lo que sobre él se halla, esa voz misteriosa, distinta de todas las otras voces, procedente de una fuente desconocida, esa voz que llena todo, de septentrión a mediodía, de oriente a occidente, aterroriza a los hebreos y asombra a los paganos. Los primeros, si pueden hacerlo, se arrojan al suelo susurrando atemorizados: « ¡Vamos a morir ahora! Hemos oído la voz del Cielo. ¡Un ángel le ha hablado!», y se dan golpes de pecho esperando la muerte. Los segundos gritan: « ¡Un trueno! ¡Un estruendo! ¡Huyamos! ¡La Tierra ha bramado! ¡Ha temblado!». Pero huir es imposible en medio de ese gentío que aumenta por los que estaban fuera de las murallas del Templo y ahora entran presurosos gritando: « ¡Piedad de nosotros! ¡Corramos! Éste es lugar santo. ¡No se abrirá el monte donde se alza el altar de Dios!». Y, por tanto, la gente -quién obstruido por la multitud, quién paralizado por el espanto- permanece donde estaba.
Los sacerdotes, los escribas, los fariseos, que estaban esparcidos por los vericuetos del Templo, suben a las terrazas, y lo mismo levitas y magistrados del Templo. Agitados, desconcertados. De todos ellos, bajan a donde está la gente sólo Gamaliel y su hijo. Jesús lo ve pasar, todo blanco con su túnica de lino, tan blanca que refulge incluso, bajo este fuerte sol que sobre ella incide.
Jesús, mirando a Gamaliel, pero como hablando para todos, alza la voz diciendo:
-No por mí, sino por vosotros, ha venido esta voz del Cielo.
Gamaliel se detiene, se vuelve, perfora con las miradas de sus ojos profundos y negrísimos -involuntariamente duros

como los de las aves rapaces, por la costumbre de ser un maestro venerado como un semidiós-, perfora la mirada zafírea, límpida, dulce y al mismo tiempo majestuosa, de Jesús... que prosigue:
-Ahora el mundo es juzgado, ya el Príncipe de las Tinieblas está para ser expulsado, y Yo, cuando sea alzado, atraeré a todos hacia mí, porque así salvará el Hijo del hombre.
-Hemos aprendido en los libros de la Ley que el Cristo vive eternamente. Tú te presentas como el Cristo y dices que debes morir. Dices también que eres el Hijo del hombre y que salvarás siendo elevado. ¿Quién eres, pues?, ¿el Hijo del hombre o el Cristo? ¿Y quién es el Hijo del hombre? - dice la gente, ya más tranquila.

-Soy una única Persona. Abrid los ojos a la Luz. Todavía un poco la Luz está con vosotros. Caminad hacia la Verdad mientras tengáis la Luz entre vosotros, para que no os sorprendan las tinieblas. Los que caminan en la oscuridad no saben en dónde acabarán. Mientras tenéis entre vosotros la Luz, creed en Ella, para ser hijos de la Luz - Jesús se calla.
La muchedumbre está perpleja y dividida. Una parte se marcha meneando la cabeza. Una parte observa la actitud de los principales dignatarios: fariseos, jefes de los sacerdotes, escribas... (especialmente observan la actitud de Gamaliel), y según estas actitudes orientan sus reacciones. Otros hacen un gesto de aprobación con la cabeza, inclinándose ante Jesús con clara señal de querer decirle: "¡Creemos! Te honramos por lo que eres". Pero no se atreven a ponerse abiertamente de su parte. Tienen miedo de los ojos atentos de los enemigos de Cristo, de los poderosos, que los vigilan desde lo alto de las terrazas que dominan las soberbias galerías que ciñen los patios del Templo.
También Gamaliel -se ha quedado pensativo unos minutos, pareciendo interrogar a los mármoles que pavimentan el suelo, para obtener una respuesta a sus íntimas preguntas- continúa su marcha hacia la salida, no sin antes menear la cabeza y encogerse de hombros, como por desazón o desprecio... y pasa derecho por delante de Jesús sin mirarlo.

Jesús, sin embargo, lo mira con compasión... y alza de nuevo la voz, fuertemente -es como un tañido de bronce-, para superar todo ruido y ser oído por el gran escriba que se marcha desilusionado. Parece hablar para todos, pero es evidente que habla sólo para él.
Dice con voz altísima:
-El que cree en mí no cree, en verdad, en mí, sino en Aquel que me ha enviado, y quien me ve a mí ve al que me ha enviado, que justamente es el Dios de Israel, porque no existe ningún otro Dios aparte de Él.
Por esto digo: si no podéis creer en mí en cuanto hijo de José de David, y que es hijo de María, de la estirpe de David, de la Virgen vista por el Profeta, nacido en Belén, como dicen las profecías, precedido por Juan el Bautista, como también está anunciado desde hace siglos, creed al menos en la Voz de vuestro Dios que os ha hablado desde el Cielo. Creed en mí como Hijo de este Dios de Israel. Porque si no creéis en Aquel que os ha hablado desde el Cielo, no me ofendéis a mí, sino a vuestro Dios, de quien soy Hijo.

¡No queráis permanecer en las tinieblas! Yo he venido -Luz para el mundo- para que el que cree en mí no permanezca en las tinieblas. No queráis crearos remordimientos que no podríais aplacar nunca, una vez vuelto Yo al lugar de donde he venido, y que serían un duro castigo por vuestra obstinación. Yo estoy dispuesto a perdonar mientras estoy con vosotros, mientras no se haya cumplido el juicio, y, por mi parte, tengo el deseo de perdonar. Pero distinto es el pensamiento de mi Padre, porque Yo soy la Misericordia y Él es la Justicia.
En verdad os digo que si uno escucha mis palabras y no las observa Yo no lo juzgo. No he venido al mundo para juzgar, sino para salvar al mundo. Pero aunque Yo no juzgue, en verdad os digo que hay quien os juzga por vuestras acciones. El Padre mío, que me ha enviado, juzga a los que rechazan su Palabra. Sí, el que me desprecia y no reconoce la Palabra de Dios y no recibe la palabra del Verbo, tiene a quien lo juzgue: lo juzgará en el último día la propia Palabra que he anunciado.

De Dios nadie se burla, está escrito. Y el Dios objeto de burla será terrible para aquellos que lo juzgaron loco y mentiroso.
Recordad todos que las palabras que me habéis oído pronunciar son de Dios. Porque no he hablado de cosas mías, sino que el Padre que me ha enviado, Él mismo, me ha prescrito lo que debo decir y de qué debo hablar. Y Yo obedezco su orden porque sé que su precepto es justo. Toda orden de Dios es vida eterna. Yo, vuestro Maestro, os doy el ejemplo de obediencia a todo precepto de Dios. Por tanto, estad seguros de que las cosas que os he dicho y os digo las he dicho y las digo como me ha dicho que os las diga el Padre mío. Y el Padre mío es el Dios de Abraham, Isaac, Jacob; el Dios de Moisés, de los patriarcas, de los profetas, el Dios de Israel, el Dios vuestro.
¡Palabras de luz que caen en las tinieblas que ya van espesándose en los corazones!
Gamaliel, que de nuevo se había detenido, cabizbajo, reanuda su marcha... Otros lo siguen, meneando la cabeza o haciendo risitas... También Jesús se marcha... Pero antes dice a Judas de Keriot:
-Ve a donde tienes que ir - y a los otros:
-Todos tenéis libertad para marcharos, a donde cada uno deba o quiera. Que se queden conmigo los discípulos pastores.
-¡Déjame también a mí quedarme, Señor! - dice Esteban.
-Ven...
Se separan. No sé a dónde va Jesús. Pero sí sé a dónde va Judas de Keriot. Va a la puerta Especiosa o Bella. Sube la serie

de escalones que desde el Atrio de los Gentiles lleva al de las mujeres. Cruza éste y sube otros escalones. Da una ojeada al Atrio de los Hebreos y, con ira, golpea con el pie en el suelo al no encontrar a los que está buscando. Vuelve sobre sus pasos. Ve a uno de los guardianes del Templo. Lo llama. Ordena, con su consabida arrogancia:
-Ve donde Eleazar ben Anás. Que venga inmediatamente a la Bella. Lo espera Judas de Simón para cosas graves.
Se apoya en una columna y espera. Poco tiempo. Eleazar, hijo de Anás, Elquías, Simón, Doras, Cornelio, Sadoq, Nahúm y otros acuden en medio de un intenso ondear de vestiduras.
Judas habla en voz baja, pero nerviosa:
-Esta noche! Después de la cena. En el Getsemaní. Venid y prendedlo. Dadme el dinero.
-No. Te lo daremos cuando vengas por nosotros esta noche. ¡No nos fiamos de ti! Queremos tenerte con nosotros.

¡Nunca se sabe! - ríe maliciosamente Elquías. Los otros le hacen coro asintiendo. Judas se pone colorado de enojo, por la insinuación. Jura:
-¡Juro por Yeohveh que digo la verdad!
Sadoq le responde:
-De acuerdo. Pero es mejor hacerlo así. A la hora señalada vienes. Tomas contigo a los encargados de la captura y vas

con ellos; no vaya a suceder que los estúpidos guardias arresten a Lázaro, al azar, y creen complicaciones. Tú les indicas con una señal quién es el hombre... ¡Entiéndelo! Es de noche..., habrá poca luz... los guardias estarán cansados, tendrán sueño... ¡Pero si tú guías!... Bueno, eso. ¿Qué pensáis vosotros? El pérfido Sadoq se vuelve a sus compañeros y dice:
-Yo propondría como señal un beso. ¡Un beso! ¡La mejor señal para indicar al amigo traicionado. ¡Ja! ¡Ja!
Todos se ríen: un coro de demonios riéndose maliciosamente.
Judas está furioso. Pero no se echa para atrás en su decisión. Ya no se echa para atrás. Sufre por la burla de que le 
hacen objeto, no por lo que está para llevar a cabo. Tanto es así que dice:
-Pero recordad que quiero las monedas contadas en la bolsa antes de salir de aquí con los guardias.
-¡Las tendrás! ¡Las tendrás! Te daremos incluso la bolsa, para que puedas conservar esas monedas como reliquia de tu

amor. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Adiós, sierpe!
Judas está lívido. Ya está lívido. Ya no perderá ese color y esa expresión de espanto desesperado; es más, esto se irá 
acentuando con el paso de las horas, hasta hacerse insoportable para la vista cuando penda del árbol... Huye...

Jesús se ha refugiado en el jardín de una casa amiga. (...)
Jesús se levanta y se pone el manto.
-Maestro, afuera hay gente. Son personas de alta condición. Quisieran hablar contigo sin ser vistos por los fariseos -

dice un doméstico.
-Diles que pasen. Ester no se opondrá - dice Jesús, y añade, dirigiéndose a una mujer de edad madura que está viniendo 
a saludarle:
-¿Verdad, mujer?
-No, Maestro. Mi casa es tuya, ya lo sabes. ¡Demasiado poco has hecho uso de ella!
-Lo suficiente como para decir en mi corazón: era una casa amiga. Indica al doméstico:
-Conduce aquí a los que esperan fuera.
Entran unas treinta personas de noble aspecto. Saludan reverentes. Uno habla en nombre de todos:
-Maestro, tus palabras nos han impresionado. Hemos oído en ti la voz de Dios. Pero nos dicen que estamos locos 
porque creemos en ti. ¿Qué hacer, entonces?
-No en mí cree el que cree en mí, sino que cree en Aquel que me ha enviado, cuya voz santísima hoy habéis oído. No me
ve a mí el que me ve, sino que ve al que me ha enviado, porque Yo soy una sola cosa con el Padre mío. Por eso os digo que debéis creer para no ofender a Dios, que es Padre mío y Padre vuestro, y que os ama hasta el punto de ofreceros a su Unigénito como holocausto. Porque si hay dudas en los corazones de que Yo sea el Cristo, no las hay de que Dios esté en el Cielo. Y la voz de Dios, al que he llamado Padre hoy en el Templo pidiéndole que glorificara su Nombre, ha respondido al que le llamaba Padre; y ha respondido sin llamarlo "embustero" o "blasfemo", como muchos dicen. Dios ha confirmado quién soy Yo: su Luz. Soy la Luz venida a este mundo. He venido como Luz al mundo para que quien cree en mí no permanezca en las Tinieblas. Si uno escucha mis palabras y luego no las observa, Yo no lo juzgo. No he venido a juzgar al mundo sino a salvarlo. Quien me desprecia y no acoge mis palabras ya tiene quién lo juzgue. La Palabra anunciada por mí será la que lo juzgará en el último día; porque era sabia, perfecta, dulce, simple: como es Dios. Porque esa Palabra es Dios. No soy Yo el que ha hablado, Jesús de Nazaret, conocido como el hijo de José carpintero de la estirpe de David, e hijo de María, muchacha hebrea, virgen de la estirpe de David casada con José. No. Yo no he hablado de cosas mías, sino que ha hablado mi Padre, Aquel que está en los Cielos y cuyo nombre es Yeohveh, Aquel que me ha enviado y me ha prescrito lo que debo decir y las cosas de que debo hablar. Y sé que en su precepto hay vida eterna. Las cosas que digo las digo, pues, como me las ha dicho el Padre, y en ellas hay Vida. Por eso os digo: escuchadlas. Ponedlas en práctica y tendréis la Vida. Porque mi palabra es Vida, y quien la acoge acoge, al mismo tiempo que a mí, al Padre de los Cielos que me ha enviado para daros la Vida. Y quien tiene en sí a Dios tiene en sí la Vida. Podéis marcharos. La Paz descienda sobre vosotros y en vosotros permanezca.

Los bendice y los despide. Bendice también a los discípulos. Retiene solamente a Isaac y a Esteban. A los otros los besa y los despide. Y, cuando se marchan, Él sale, el último junto a estos dos discípulos, y va con ellos por las callejuelas más solitarias, ya oscuras, hacia la casa del Cenáculo. Llegado allí, con especial amor, abraza y bendice a Isaac y a Esteban; los besa, los bendice de nuevo, los mira mientras se alejan. Luego llama y entra...