Las renuncias de Jesús por nuestro amor



Bien sabéis que desde el primer instante de mi Encarnación me sometí a todas las miserias de la naturaleza humana.

Pasé por toda clase de trabajos y de sufrimientos; desde niño sentí el frío, el hambre, el dolor, el cansancio, el peso del trabajo, de la persecución, de la pobreza.

El amor me hizo escoger una vida oscura, como un pobre obrero; más de una vez fui humillado, despreciado, tratado con desdén como hijo de un carpintero. ¡Cuántos días, después de soportar mi Padre adoptivo y Yo una jornada de rudo trabajo apenas teníamos por la noche lo necesario para el sustento! ¡Y así pasé treinta años!

Más tarde, renunciando a los cuidados de mi Madre, me dediqué a dar a conocer a mi Padre Celestial. A todos enseñé que Dios es caridad.
Pasaba haciendo bien a los cuerpos y a las almas.

A los enfermos devolvía la salud, a los muertos la vida, a las almas... ¡Oh, a las almas...! Les daba la libertad que habían perdido por el pecado y les abría las puertas de su verdadera y eterna patria, pues se acercaba el momento en que para rescatarlas el Hijo de Dios iba a dar por ellas su sangre y su vida.
Y, ¿cómo iba a morir?... ¿Rodeado de sus discípulos?... ¿Aclamado como bienhechor?... 

No, almas queridas; ya sabéis que el Hijo de Dios no quiso morir así. El que venía a derramar amor fue víctima del odio. El que venía a dar libertad a los hombres fue preso, maltratado, calumniado. El que venía a traerles la paz, es blanco de la guerra más encarnizada. Sólo predicó la mutua cari- dad y muere en la cruz entre ladrones. ¡Miradle pobre, desprecia- do, despojado de todo!

¡Todo lo ha dado por la salud del hombre!
Así cumplió el fin por el cual dejó voluntariamente la bienaven- turanza que gozaba al lado de su Padre. El hombre estaba enfermo y el Hijo de Dios bajó hasta él, y no sólo le devolvió la vide por su muerte, sino que le dio también fuerzas y medios con qué trabajar y adquirir la fortuna de su eterna felicidad.


Un llamamiento al Amor, 
Jesús a Josefa Menéndez