Los frutos del Espíritu Santo en el alma

Cuando el alma es dócil a las inspiraciones del Espíritu Santo se convierte en el árbol bueno que se da a conocer por sus frutos. Esos frutos sazonan la vida cristiana y son manifestación de la gloria de Dios: en esto será glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, dirá el Señor en la Última Cena.
Estos frutos sobrenaturales son incontables. San Pablo, a modo de ejemplo, señala doce frutos, resultado de los dones que el Espíritu Santo ha infundido en nuestra alma: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia y castidad.
En primer lugar figura el amor, la caridad, que es la primera manifestación de nuestra unión con Cristo. Es el más sabroso de los frutos, el que nos hace experimentar que Dios está cerca, y el que tiende a aligerar la carga a otros. La caridad delicada y operativa con quienes conviven o trabajan en nuestros mismos quehaceres es la primera manifestación de la acción del Espíritu Santo en el alma: «no hay señal ni marca que distinga al cristiano y al que ama a Cristo como el cuidado de nuestros hermanos y el celo por la salvación de las almas».
Al primer y principal fruto del Espíritu Santo «sigue necesariamente el gozo, pues el que ama se goza en la unión con el amado». La alegría es consecuencia del amor; por eso, al cristiano se le distingue por su alegría, que permanece por encima del dolor y del fracaso. ¡Cuánto bien ha hecho en el mundo la alegría de los cristianos! «Alegrarse en las pruebas, sonreír en el sufrimiento..., cantar con el corazón y con mejor acento cuanto más largas y más punzantes sean las espinas (...) y todo esto por amor... este es, junto al amor, el fruto que el Viñador divino quiere recoger en los sarmientos de la Viña mística, frutos que solamente el Espíritu Santo puede producir en nosotros».
El amor y la alegría dejan en el alma la paz de Dios, que supera todo conocimiento; es –como la define San Agustín– «la tranquilidad en el orden». Existe la falsa paz del desorden, como la que reina en una familia en la que los padres ceden siempre ante los caprichos de los hijos, bajo el pretexto de «tener paz»; como la de la ciudad que, con la excusa de no querer contristar a nadie, dejase a los malvados cometer sus fechorías. La paz, fruto del Espíritu Santo, es ausencia de agitación y el descanso de la voluntad en la posesión estable del bien. Esta paz supone lucha constante contra las tendencias desordenadas de las propias pasiones.