Viganò: Bergoglio quiere desacreditar a la Iglesia



Mucho se ha escrito en los últimos días sobre otro escándalo del Vaticano, que en esta ocasión involucra al Cardenal Becciu, Prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos. Ante acusaciones que aún deben probarse, la respuesta de Jorge Mario Bergoglio parece dictada más por la furia que por el amor a la verdad, más por un delirio de omnipotencia que por la voluntad de la justicia: en todo caso por un grave y despótico abuso de autoridad.

Bajo ese punto de vista, ahora podemos creer que la privación de la Sagrada Púrpura y la reducción al estado laical se han convertido en ejecuciones sumarias, con un impacto mediático muy fuerte, a favor de la imagen de quienes las infligen, y más allá de las responsabilidades morales y penales de los condenados. El Sr. McCarrick, acusado de crímenes gravísimos, fue condenado directamente por el Papa, sin que se hicieran públicos los documentos del juicio y los testimonios que le conciernen. Con esta estratagema Bergoglio quiso dar una (buena) imagen de sí mismo que, sin embargo, contrasta con la realidad de los hechos, ya que su supuesto deseo de “limpiar” el Vaticano, no se reconcilia con haberse rodeado de personajes ampliamente comprometidos  -comenzando por el mismo McCarrick-  dándoles asignaciones oficiales y luego expulsándolos tan pronto como salieron a la luz sus escándalos. Y sobre todos ellos, como bien saben aquellos que trabajan en la Curia, ya pesaban serias sospechas, si no es que alguna evidencia detallada de culpabilidad.

 

Para confirmar la instrumentalidad, incluso de la artimaña de la acción moralizante bergogliana, están los casos de personas íntegras y completamente inocentes, que no se han librado de la infamia del descrédito, de la exposición mediática y de la picota judicial: pensemos solamente en la caso del Cardenal Pell, abandonado a sí mismo en un simulacro de juicio organizado por un tribunal australiano, y para el que la Santa Sede se abstuvo de cualquier intervención que hubiera sido su deber. 

En otros casos, como el de Zanchetta, Bergoglio se dedicó a la defensa indefinida de su protegido, llegando incluso a acusar de perjurio a las víctimas del Prelado, y luego ascendiéndolo a un puesto de alta responsabilidad en la APSA, que fue creado específicamente para él.  Hoy Galantino y Zanchetta son administradores de facto, de todo el patrimonio de la Santa Sede y ahora también de la cartera de la Secretaría de Estado. ¿Y personajes impresentables como Bertone y Maradiaga, Peña Parra y Paglia? Escándalos vivientes…

 

Dejemos, pues, a los inocentes y culpables, unidos por los linchamientos ingeniosamente inducidos por quienes querían librarse de ellos, porque se habían mostrado poco proclives a transigir, o porque su celo por la causa de Santa Marta les había conducido a una peligrosa tranquilidad, a causa de la certeza de impunidad. Personas de reflejada honradez y de gran fe, como Ettore Gotti Tedeschi o el Cardenal Pell, sin olvidar a Eugenio Hasler y a los meros ejecutores de Becciu en la Secretaría de Estado, fueron tratados peor que un abusador en serie como Theodore McCarrick o un (presunto) manipulador como Becciu.  Así como el chantaje de colaboradores inmorales y deshonestos fue considerado una especie de garantía de su lealtad y silencio, es de creer que la molestia de tener colaboradores honestos e incorruptibles, los llevó a su expulsión. El tiempo ha demostrado que los hombres honestos han sufrido la injusticia con dignidad y sin desacreditar al Vaticano ni a la persona del Papa; hay que creer que del otro lado, los corruptos y los viciosos, a su vez, recurrirán al chantaje contra sus acusadores, como siempre han hecho los cortesanos sin honor.

 

En este reciente hecho, la constante que se puede revelar es la actitud de Santa Marta, que ha sido comparada en muchos lugares con la de una junta sudamericana. En cambio, creo que detrás de este goteo de escándalos que involucran a personalidades prominentes de la Jerarquía y de la Curia romanas, está la voluntad deliberada de demoler a la Iglesia misma, de desacreditarla ante el mundo, de comprometer su propia autoridad y su autoridad ante los fieles. La operación que venimos presenciando durante los últimos siete terribles años, apunta claramente hacia la destrucción de la institución católica, a través de la pérdida de credibilidad, del descontento y del disgusto por las acciones y por el comportamiento indigno de sus miembros; una operación que comenzó con los escándalos sexuales, desde los Pontificados anteriores, pero que esta vez, teniendo como protagonista, como actor principal, precisamente, al que se sienta en el Trono, y que con sus propias palabras y obras es capaz de asestar los golpes más devastadores al Papado y a la Iglesia.

La “desmitificación del Papado” defendida por los progresistas consiste esencialmente en su ridiculización, en su profanación, es decir, en hacerlo profano, y no sagrado.  Es inaudito y muy grave que esta operación subversiva sea llevada a cabo por quienes sostienen ese Papado y que portan sus vestiduras, aunque de manera torpe. Del mismo modo, la profanación de la Iglesia se lleva a cabo por los mismos líderes de la Jerarquía, con un método científico a través del cual se hacen desagradables al pueblo de Dios y son compadecidos por el mundo, bajo la mirada petulante de los medios masivos de comunicación.


Este modus operandi no es nuevo. Fue adoptado, con menor impacto mediático pero con los mismos propósitos, en vísperas de la Revolución Francesa. Haciendo odiosa a la aristocracia; corrompiendo a la nobleza con vicios desconocidos para el pueblo; erradicando el sentido de la responsabilidad moral hacia los sujetos; provocando escándalos y fomentando la injusticia hacia los más débiles y hacia los más pobres; esclavizando a la clase dominante a los intereses de sectas y logias: esta fue la premisa, ingeniosamente creada por la Masonería, para despertar el descrédito de la Monarquía y así legitimar las revueltas de las masas, preparadas por unos pocos sediciosos a sueldo de las Logias. Y si los nobles no caían en la trampa del vicio y de la corrupción, los conspiradores podían acusarlos de la maldad ajena y condenarlos a la horca, bajo la presión del odio cultivado en rebeldes, criminales, enemigos del Rey y de Dios. Una turba de infames que no tenía nada que perder y mucho que ganar.

 

Hoy, después de más de dos siglos de la tiranía del pensamiento revolucionario, la Iglesia es víctima del mismo sistema adoptado contra la Monarquía. La aristocracia de la Iglesia es tan corrupta y quizás más que los nobles franceses, y no comprende que este vulnus a su reputación y a su autoridad, es la premisa necesaria para la guillotina, para la masacre, para la furia de los rebeldes y también para el Terror. Dejemos que los moderados piensen detenidamente, que un próximo Papa que sea solo un poco menos progresista que Bergoglio, podrá sedar a las almas y salvar al Papado y a la Iglesia. Porque el odio teológico de los enemigos de Dios, una vez eliminados los buenos Pastores y quitados los fieles, no se detendrá ante quienes hoy deploran el presente Pontificado y a su vez defienden su matriz conciliar: los conservadores que creen poder distanciarse tanto de los modernistas como de los tradicionalistas, terminarán como los Girondinos.

 

«Mundamini, qui fertis vasa Domini» (Is 52, 11).  La única forma de salir de la crisis de la Iglesia, que es una crisis de Fe y de Moral, es reconocer la desviación de la vía recta, volver sobre el camino recorrido y tomar el camino que Nuestro Señor marcó con Su Sangre: la vía del Calvario, de la Cruz y de la Pasión. Cuando los Pastores no tengan olor a oveja sino el dulce perfume del Crisma con el que se han hecho semejantes al Sumo y Eterno Sacerdote, se volverán a conformar al modelo divino de Cristo, y con Él sabrán inmolarse por la gloria de Dios y por la salvación de las almas. Ni el divino Pastor hará que les falte Su Gracia. Mientras quieran complacer al mundo, el mundo los compensará con sus engaños, con sus mentiras y con sus vicios más abyectos. La elección, después de todo, es siempre radical: gloria eterna con Cristo o condenación eterna lejos de él.

 

+ Carlo Maria Viganò.


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