Cómo nos hacemos hijos de Dios


Los cristianos, desde el momento en que se nos infunde la gracia santificante en el Bautismo, tenemos una nueva vida sobrenatural, distinta de la existencia común de los hombres; es una vida particular y exclusiva de quienes creen en Cristo, de aquellos que nacen no de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de querer de hombre, sino que nacen de Dios. En el Bautismo, el cristiano comienza a vivir la misma vida de Cristo. Entre Él y nosotros se ha establecido una comunión de vida distinta, superior y más fuerte e íntima que la de los miembros de la sociedad humana. La unión con el Señor es tan profunda que transforma radicalmente la existencia del cristiano, y hace posible que la vida de Dios se desarrolle como algo propio en el interior del alma. Nuestro Señor habla de la vid y los sarmientos, San Pablo la compara a la unión entre el cuerpo y la cabeza, pues una misma savia y una misma sangre recorren la cabeza y los miembros.

La primera consecuencia de esta realidad es la dicha incomparable de hacernos hijos de Dios; la filiación divina no es un mero título. Cuando alguien adopta a otro como hijo le da su apellido y sus bienes, le ofrece su cariño, pero no es capaz de comunicarle algo de su propia naturaleza ni de su propia vida. La adopción humana es algo externo: no cambia a la persona ni le añade perfecciones o cualidades que no sean meramente externas (mejores vestidos, más medios para aumentar su cultura...). En la adopción divina es distinto: se trata de un nuevo nacimiento, que produce una admirable mejora de la naturaleza de quien es adoptado. Carísimos -escribe San Juan-, nosotros somos ya ahora hijos de Dios. No es una ficción, no es otorgar un título honorífico, porque el mismo Espíritu de Dios está dando testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Es una realidad tan grande y tan alegre que le hace escribir a San Pablo: no sois extraños ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios.

¡Cuánto bien hará a nuestra alma considerar a menudo que Cristo es la fuente de la que mana a raudales esta nueva vida que se nos ha dado! Por Él -escribe San Pedro- Dios nos ha dado las grandes y preciosas gracias que había prometido, para hacernos partícipes por medio de estas mismas gracias de la naturaleza divina.

Ante tal dignidad, la cabeza y el corazón se inclinan para dar continuas gracias al Señor, que ha querido poner en nosotros tanta riqueza, y nos decidimos a vivir conscientes de las joyas preciosas que hemos recibido. Los ángeles miran al alma en gracia llenos de respeto y de admiración. Y nosotros, ¿cómo vemos a nuestros hermanos los hombres, que han recibido o están llamados a recibir esa misma dignidad? ¿Cómo nos comportamos, llevando un tesoro de tan altísimo valor? ¿Sabemos de verdad lo que vale nuestra alma, y lo manifestamos en la conducta, en la delicadeza con que evitamos aun lo más pequeño que desdiga de la dignidad de nuestra condición de cristianos?



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