El pecado es la auténtica muerte



La Liturgia de este Domingo nos habla de la muerte y de la vida. La Primera lectura nos enseña que la muerte no entraba en el plan inicial del Creador: Dios no hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes; es consecuencia del pecado. Jesucristo la aceptó «como necesidad de la naturaleza, como parte inevitable de la suerte del hombre sobre la tierra. Jesucristo la aceptó (...) para vencer al pecado». La muerte angustia el corazón humano, pero nos conforta saber que Jesús aniquiló la muerte. No es ya el acontecimiento que el hombre debe temer ante todo. Es más, para el creyente es el paso obligado de este mundo al Padre.


El Evangelio de la Misa nos presenta a Jesús que llega de nuevo a Cafarnaún, donde le espera una gran muchedumbre. Con especial necesidad y fe le aguardan el jefe de la sinagoga, Jairo, que tiene una hija a punto de morir, y una mujer con una larga enfermedad en la que había gastado toda su fortuna; ambos sienten una especial urgencia de Él. Por el camino hacia la casa de Jairo tiene lugar la curación de esta enferma, que ha depositado toda su esperanza en Cristo.


Jesús se ha detenido para confortar a esta mujer. En esto, le comunican al jefe de la sinagoga: Tu hija ha muerto; ¿para qué molestar ya al Maestro? Pero Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a Juan para que fueran testigos del milagro que realizará a continuación. Llegan a casa de Jairo, y ve el alboroto, y a los que lloran y a las plañideras. Y al entrar, les dice: ¿Por qué alborotáis y estáis llorando? La niña no ha muerto, sino que duerme. Y se reían de Él... No comprenden que para Dios la verdadera muerte es el pecado, que mata la vida divina en el alma. La muerte terrena es, para el creyente, como un sueño del que despierta en Dios. Así la consideraban los primeros cristianos. No quiero que estéis ignorantes -exhortaba San Pablo a los cristianos de Tesalónica- acerca de los que durmieron, para que no os entristezcáis como los que no tienen esperanza. No podemos afligirnos como quienes nada esperan después de esta vida, porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también Dios a los que se durmieron con Él los llevará consigo. Hará con nosotros lo que hizo con Lázaro: Nuestro amigo Lázaro duerme, pero voy a despertarlo. Y cuando los discípulos piensan que se trataba del sueño natural, el Señor claramente afirma: Lázaro ha muerto. Cuando llegue la muerte cerraremos los ojos a esta vida y nos despertaremos en la Vida auténtica, la que dura por toda la eternidad: al atardecer nos visita el llanto, por la mañana, el júbilo, rezamos con el Salmo responsorial. El pecado es la auténtica muerte, pues es la tremenda separación –el hombre rompe con Dios–, junto a la cual la otra separación, la del cuerpo y el alma, es cosa más liviana y provisional. Quien crea en Mí, aunque muera vivirá, y todo el que vive y cree en Mí no morirá jamás.

La muerte, que era la suprema enemiga, es nuestra aliada, se ha convertido en el último paso tras el cual encontramos el abrazo definitivo con nuestro Padre, que nos espera desde siempre y que nos destinó para permanecer con Él. «Cuando pienses en la muerte, a pesar de tus pecados, no tengas miedo... Porque Él ya sabe que le amas.... y de qué pasta estás hecho.

»—Si tú le buscas, te acogerá como el padre al hijo pródigo: ¡pero has de buscarle!». Tú sabes, Señor, que te busco día y noche.


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