La Virgen nos ayuda en nuestros problemas más pequeños



María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón

El Corazón de María conservaba como un tesoro el anuncio del Ángel sobre su Maternidad divina; guardó para siempre todas las cosas que tuvieron lugar en la noche de Belén y lo que refirieron los pastores ante el pesebre, y la presencia, días o meses más tarde, de los Magos con sus dones, y la profecía del anciano Simeón, y las zozobras de su viaje a Egipto... Más tarde, le impresionó profundamente la pérdida de su Hijo en Jerusalén, a la edad de doce años, y las palabras que Este les dijo a Ella y a José cuando por fin, angustiados, le encontraron. Luego descendió con ellos a Nazareth y les estaba sometido. Pero María conservaba todas estas cosas en su corazón. Jamás olvidó María, en los años que vivió aquí en la tierra, los acontecimientos que rodearon la muerte de su Hijo en la Cruz y las palabras que allí oyó a Jesús: Mujer, he ahí a tu hijo. Y al señalar a Juan, Ella nos vio a todos nosotros y a todos los hombres. Desde aquel momento nos amó en su Corazón con amor de madre, con el mismo con que amó a Jesús. En nosotros reconoció a su Hijo, según lo que Este mismo había dicho: Cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a Mí me lo hicisteis15.


Pero Nuestra Señora ejerció su maternidad antes de que se consumase la redención en el Calvario, pues Ella es madre nuestra desde el momento en que prestó, mediante su fiat, su colaboración a la salvación de todos los hombres. En el relato de las bodas de Caná, San Juan nos revela un rasgo verdaderamente maternal del Corazón de María: su atenta solicitud por los demás. Un corazón maternal es siempre un corazón atento, vigilante: nada de cuanto atañe al hijo pasa inadvertido a la madre. En Caná, el Corazón maternal de María despliega su vigilante cuidado en favor de unos parientes o amigos, para remediar una situación embarazosa, pero sin consecuencias graves. Ha querido mostrarnos el Evangelista, por inspiración divina, que a Ella nada humano le es extraño ni nadie queda excluido de su celosa ternura. Nuestros pequeños fallos y errores, lo mismo que las culpas grandes, son objeto de sus desvelos. Le interesan los olvidos y preocupaciones, y las angustias grandes que a veces pueden anegar el alma. No tienen vino, dice a su Hijo. Todos están distraídos, nadie se da cuenta. Y aunque parece que no ha llegado aún la hora de los milagros, Ella sabe adelantarla.


María conoce bien el Corazón de su Hijo y sabe cómo llegar hasta Él; ahora, en el Cielo, su actitud no ha variado. Por su intercesión nuestras súplicas llegan «antes, más y mejor» a la presencia del Señor. Por eso, hoy podemos dirigirle la antigua oración de la Iglesia: Recordare, Virgo Mater Dei, dum steteris in conspectu Domini, ut loquaris pro nobis bona, Virgen Madre de Dios, Tú que estás continuamente en su presencia, habla a tu Hijo cosas buenas de nosotros. ¡Bien que lo necesitamos!


Al meditar sobre esta advocación de Nuestra Señora, no se trata quizá de que nos propongamos una devoción más, sino de aprender a tratarla con más confianza, con la sencillez de los niños pequeños que acuden a sus madres en todo momento: no solo se dirigen a ella cuando están en gravísimas necesidades, sino también en los pequeños apuros que les salen al paso. Las madres les ayudan con alegría a resolver los problemas más menudos. Ellas –las madres– lo han aprendido de nuestra Madre del Cielo.



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