La Virgen explica Pentecostés (Valtorta)



Dice María:


«Cuando el Espíritu del Señor descendió para investir con su Potencia a los doce reunidos 
en el Cenáculo, se efundió también sobre mí. Pero si para todos fue un conocimiento que les hizo conocedores de la Tercera Persona y de sus divinos dones, para mí no fue más que un vivo reencuentro. Para todos fue llama, para mí fue beso.

Él, el eterno Paráclito, era ya mi Esposo desde hacía treinta y cuatro años y su Fuego me había poseído y penetrado en modo tal de hacer de mi candor un cuerpo de Madre. Aún después del desposorio divino Él me había dejado colma dé Sí, ni podía añadir Perfección a la Perfección porque Dios no puede aumentarse a Sí mismo, siendo perfectísimo e insuperable en su medida y habiéndose donado a mí sin límites, para hacer, de mi carne de mujer, algo tan santo, de poder ser habitáculo para el Divino que descendía a encarnarse en mí.

Pero ahora que la obra de su donación a mí y de la mía a Él se había cumplido, y nuestro Hijo había vuelto al Cielo después de haberlo cumplido todo, Él volvía para darme su beso de gratitud.

¡Oh! ¡Cómo os enseña Dios el agradecimiento! Él, mi Señor, no dejaba de estar agradecido a su Sierva que había sido instrumento a su servicio y, mientras que yo a cada latido del corazón repetía: "Santo, santo, santo y bendito, Tú, Señor excelso", Él dejaba el Cielo una segunda vez para renovar su abrazo de Esposo y, entre el ardor y la voz de la repartida Llama, prometerme el tercer enlace sin fin en la beata morada del Cielo.

Y entonces el Cielo fue más que nunca mi meta porque, cuando se ha saboreado y vuelto a saborear el Amor, sol y tierra, criaturas y cosas, desaparecen ante nuestros ojos, y sólo queda una idea, un sabor, un deseo: el de Dios. El de tener a Dios no por instantes sino en un eterno presente».


Valtorta, Cuadernos 1943