Vivir la templanza


Nuestra Madre la Iglesia nos ha recordado continuamente la necesidad de la templanza, que, en lo humano, exige dominio de sí y, con el sacrificio y la mortificación, impide que quede sofocada la semilla sembrada en el corazón. Hemos de estar vigilantes, pues si examinamos «la orientación que va tomando nuestra cultura moderna, comprobaremos que conduce a un cierto hedonismo, a la vida fácil, a un cierto empeño por eliminar la cruz de nuestros afanes». Y esa tendencia amenaza a muchos.

La templanza humaniza más al hombre, porque, abandonado este a la satisfacción de los propios instintos, se parece a un tren que descarrila: se desquicia, sale de sus raíles y queda incapacitado para seguir adelante. Entonces, lo más noble del hombre, inteligencia y voluntad, queda sometido a lo que es menos: al instinto y a las pasiones. Vivir esta virtud no es represión, sino moderación, armonía. Es un hábito que se adquiere a través de muchos pequeños actos que ordenan los placeres, incluso los lícitos, y dirigen los bienes sensibles al fin último del hombre. Quien vive esta virtud «sabe prescindir de lo que produce daño a su alma, y se da cuenta de que el sacrificio es solo aparente: porque al vivir así –con sacrificio– se libra de muchas esclavitudes y logra, en lo íntimo de su corazón, saborear todo el amor de Dios.

»La vida recobra entonces los matices que la destemplanza difumina; se está en condiciones de preocuparse de los demás, de compartir lo propio con todos, de dedicarse a tareas grandes».

Vivir bien esta virtud supone andar desprendidos de los bienes, darles la importancia que tienen y no más, no crearse necesidades; no realizar gastos inútiles; tener moderación en la comida, en la bebida, en el descanso; prescindir de caprichos...

Nos pide el Señor dar ejemplo de templanza en medio del mundo, sin dejarnos llevar por una falsa naturalidad de ser como los demás. Transigir en este punto sería dificultar o incluso impedir la posibilidad de seguir a Cristo como uno de sus íntimos. Con nuestra vida hemos de enseñar a muchos que «el hombre vale más por lo que es que por lo que tiene», y hemos de hacerlo con el ejemplo de una vida sobria y templada. De modo particular, los padres han de enseñar y de ayudar a los hijos a crecer «en una justa libertad ante los bienes materiales, adoptando un estilo de vida sencillo y austero», y todos hemos de esforzarnos en mantener el señorío sobre los sentidos.



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