Remedios contra la ira


Ya escribió David que los mansos no alcanzarán tan sólo la eterna bienaventuranza, sino que también en esta vida disfrutarán de extraordinaria paz [8]; y la razón es porque, lejos de conservar los santos rencor contra quienes los persiguen, les cobraban más amor, y el Señor, en premio a tanta paciencia, les aumenta la paz interior. Decía Santa Teresa: «Y con las personas que decían mal de mí, no sólo no estaba mal con ellas, sino que me parece les cobraba amor de nuevo»; por lo que más tarde escribió de ella la Sagrada Rota Romana que «las ofensas suministraban alimento a su amor». Tan grande mansedumbre no se da sino en quienes tienen gran acopio de humildad y bajo concepto de sí mismos, que llegan a convencerse que merecen toda suerte de desprecios; y de ahí, por el contrario, que los orgullosos sean siempre iracundos y vengativos, porque, en su concepto, son dignos de todo honor.

¡Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor! [9]. Hay que morir, pues, en el Señor para ser bienaventurado y para comenzar a gozar de la bienaventuranza en esta vida, es decir, de la bienaventuranza de que se puede disfrutar antes de ir a la gloria, la cual ciertamente es mucho menor que la del Cielo, pero es tal que supera a todos los placeres

sensibles de esta vida: Y la paz de Dios, la que sobrepuja toda inteligencia, guardará vuestros corazones [10]. Mas para obtener esta paz, aun en medio de afrentas y calumnias, hay que estar muerto en el Señor. El muerto, por mucho que lo maltraten y pisoteen, no siente nada; el humilde, igualmente, estando como muerto, que ni ve ni oye, debe sufrir cuantos desprecios le hagan. Quien ama de corazón a Jesucristo, presto llega a este estado, porque, conforme en todo con la voluntad divina, acepta con la misma paz y ánimo igual lo próspero como lo adverso, los consuelos como las aflicciones, las injurias como las alabanzas. Así hacía el Apóstol, quien por ello decía: Estoy que reboso de gozo en medio de esta tribulación nuestra [11]. ¡Feliz del que consigue tal grado de virtud! Decía San Francisco de Sales: «¿Qué es el mundo entero, comparado con la paz del corazón?». En efecto, ¿de qué sirven todas las riquezas y todos los honores del mundo a quien vive inquieto y no disfruta de paz del corazón?

En suma, para vivir siempre unidos con Jesucristo, debemos hacer todas las cosas con tranquilidad, sin inquietarnos por contrariedades que surgieren: El Señor no estaba en el viento [12]. El Señor no habita en los corazones turbados. Oigamos los bellos documentos que acerca de esta materia nos suministra el maestro de la mansedumbre, San Francisco de Sales: «No os dejéis dominar por la cólera, ni siquiera le abráis la puerta, con el pretexto que fuere, porque, una vez introducida en él, no está en vuestra mano arrojarla ni aun dominarla». 

Los remedios contra la cólera son: 1.°, combatirla al punto y divertir la mente a otra parte sin replicar palabra; 2.°, a imitación de los apóstoles en la tempestad del mar, recurrir a Dios, que puede apaciguar el corazón; 3.°, cuando veáis que la cólera, por vuestra debilidad, se ha adentrado en vuestro espíritu, en tal caso esforzaos por recobrar la calma y procurad después ejercitaros en actos de humildad y de mansedumbre con la persona contra la cual os enojasteis; mas todo esto hay que hacerlo con suavidad y sin violencia, porque importa mucho no enconar la llaga». A este propósito decía el Santo que tuvo que trabajar durante toda su vida para vencer dos pasiones que ejercían más imperio sobre él: la cólera y el amor; para sofocar la pasión de la cólera nos dice que necesitó veintidós años de lucha para sojuzgarla; en cuanto al amor, venció trocando su objeto, abandonando las criaturas y dirigiendo hacia Dios todos sus afectos. De este modo el Santo disfrutaba de una paz interior tan acabada, que se traslucía al exterior, viéndosele casi siempre con el rostro sereno y con la sonrisa en los labios.



Práctica del amor a Jesucristo

San Alfonso María de Ligorio


[8] Bonus est Dominus animae quaerenti illum (Lam., III, 25).
[9] 
Si dederit homo omnem substantiam domus suae pro dilectione, quasi nihil despiciet eam (Cant., VIII, 7).

[10] Introduxit me in cellam vinariam, ordinavit in me caritatem (Cant., II, 4). [11] Ne suscitetis neque evigilare faciatis dilectam (Cant., II, 7).
[12] 
Si quis venit ad me, et non odit patrem suum et matrem et uxorem et filios et

fratres et sorores, adhuc autem et animam suam, non potest meus esse discipulus (Lc., XXIV, 26).