La esencia de la caridad




La Segunda lectura de la Misa nos recuerda el llamado himno de la caridad, una de las páginas más bellas de las Cartas de San Pablo. El Espíritu Santo, por medio del Apóstol, nos habla hoy de unas relaciones entre los hombres completamente desconocidas para el mundo pagano, pues tienen un fundamento del todo nuevo: el amor a Cristo. Todo lo que hicisteis por uno de mis hermanos pequeños, por mí lo hicisteis. Con la ayuda de la gracia, el cristiano descubre en su prójimo a Dios: sabe que todos somos hijos del mismo Padre y hermanos de Jesucristo. La virtud sobrenatural de la caridad nos acerca profundamente al prójimo; no es un mero humanitarismo. «Nuestro amor no se confunde con una postura sentimental, tampoco con la simple camaradería, ni con el poco claro afán de ayudar a los otros para demostrarnos a nosotros mismos que somos superiores. Es convivir con el prójimo, venerar (...) la imagen de Dios que hay en cada hombre, procurando que también él la contemple, para que sepa dirigirse a Cristo».


Nuestro Señor dio contenido nuevo e incomparablemente más alto al amor al prójimo, señalándolo como el Mandamiento Nuevo y distintivo de los cristianos4. Es el amor divino –como yo os he amado– la medida del amor que debemos tener a los demás; es, por tanto, un amor sobrenatural, que Dios mismo pone en nuestros corazones. Es a la vez un amor hondamente humano, enriquecido y fortalecido por la gracia.


La caridad se distingue de la sociabilidad natural, de la fraternidad que nace del vínculo de la sangre, de la misma compasión de la miseria ajena... Sin embargo, la virtud teologal de la caridad no excluye estos amores legítimos de la tierra, sino que los asume y sobrenaturaliza, los purifica y los hace más profundos y firmes. La caridad del cristiano se expresa ordinariamente en las virtudes de la convivencia humana, en las muestras de educación y cortesía, que así quedan elevadas a un orden superior y definitivo.


Sin ella la vida se queda vacía... La elocuencia más sublime, y todas las buenas obras si pudieran darse, serían como sonido de campana o de címbalo, que apenas dura unos instantes y se apaga. Sin la caridad –nos lo dice el Apóstol–, de poco sirven los dones más apreciados: si no tengo caridad, nada soy. Muchos doctores y escribas sabían más de Dios, inmensamente más, que la mayoría de quienes acompañaban a Jesús –gente que ignora la ley–, pero su ciencia quedó sin fruto. No entendieron lo fundamental: la presencia del Mesías en medio de ellos, y su mensaje de comprensión, de respeto y de amor.


La falta de caridad embota la inteligencia para el conocimiento de Dios, y también de la dignidad del hombre; el amor agudiza las potencias, las afina y despierta. Solamente la caridad –amor a Dios, y al prójimo por Dios– nos prepara y dispone para entender al Señor y lo que a Él se refiere, en la medida en que una criatura finita puede hacerlo. El que no ama no conoce a Dios -enseña San Juan-, porque Dios es amor. También la virtud de la esperanza queda estéril sin la caridad, «pues es imposible alcanzar aquello que no se ama»; y todas las obras son baldías sin la caridad, aun las más costosas y las que comportan sacrificios: si repartiere todos los bienes y entregara mi cuerpo al fuego, pero no tuviere caridad, de nada me aprovecha. La caridad por nada puede ser sustituida.


Hoy podríamos preguntarnos en nuestra oración cómo vivimos esta virtud cada día: si tenemos detalles de servicio con quienes convivimos, si procuramos ser amables, si pedimos disculpas cuando no lo somos, si damos paz y alegría a nuestro alrededor, si ayudamos a los demás en su caminar hacia el Señor o si, por el contrario, nos mostramos indiferentes; si ponemos en práctica las obras de misericordia, con la visita a los pobres y enfermos, para vivir la solidaridad cristiana con los que sufren; si atendemos a los ancianos, si nos preocupamos por los marginados. En una palabra, si nuestro trato habitual con el Señor se manifiesta en obras de comprensión y de servicio a quienes están cerca de nuestro vivir diario.



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