Frutos de la meditación sobre el más allá.



La Iglesia recomienda la meditación de los Novísimos, pues de su consideración podemos sacar muchos frutos. El pensamiento de la brevedad de la vida no nos aleja de los asuntos que el Señor ha puesto en nuestras manos: familia, trabajo, aficiones nobles... Nos ayuda a estar desprendidos de los bienes, a situarlos en el lugar que les corresponde, y a santificar todas las realidades terrenas, con las que hemos de ganarnos el Cielo. Cuando muera un amigo, un familiar, una persona querida, puede ser un momento oportuno, entre otros, para llevar a nuestra consideración estas verdades ineludibles.

El Señor se presentará quizá cuando menos lo pensemos: vendrá como ladrón en la noche, y debe hallarnos dispuestos, vigilantes, desprendidos de lo terreno. Aferrarse a las cosas de aquí abajo cuando hemos de dejarlas tan pronto sería un grave error. Hemos de caminar con los pies en la tierra; estamos en medio del mundo y a eso nos llama la vocación de cristianos, pero sin olvidar que somos caminantes que tienen la vista en Cristo y en su Reino, que será lo definitivo. Debemos vivir todos los días con la conciencia de ser peregrinos que se dirigen –muy deprisa– hacia el encuentro con Dios. Cada mañana damos un paso más hacia Él, cada tarde nos encontramos más cerca. Por eso viviremos como si el Señor fuera a llamarnos enseguida. La incertidumbre en que quiso dejar el Señor el fin de nuestra vida terrena nos ayuda a vivir cada jornada como si fuera la última, preparados siempre y dispuestos a «cambiar de casa». De todas formas, ese día «no puede estar muy lejos»; cualquier día puede ser el último. Hoy han muerto miles de personas en circunstancias diversísimas; posiblemente, muchas jamás imaginaron que ya no tendrían más tiempo para merecer.

Cada día nuestro es una hoja en blanco en la que podemos escribir maravillas o llenarla de errores y manchas. Y no sabemos cuántas páginas faltan para el final del libro, que un día verá nuestro Señor.

La amistad con Jesucristo, el amor a nuestra Madre María, el sentido cristiano con que nos hemos empeñado en vivir la existencia, nos permitirán ver con serenidad nuestro encuentro definitivo con Dios. San José, abogado de la buena muerte, que tuvo a su lado la dulce compañía de Jesús y María a la hora de su tránsito de este mundo, nos enseñará a preparar día a día ese encuentro inefable con nuestro Padre Dios.

San Pablo se despide de los primeros cristianos de Corinto con estas palabras consoladoras con las que termina la Segunda lectura. Podemos considerarlas nosotros como dirigidas a cada uno en particular: Por tanto, amados hermanos míos, manteneos firmes, inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor, sabiendo que vuestro trabajo no es en vano en el Señor. Madre nuestra –acudimos, para terminar nuestra oración, a la Virgen Santísima–, alcánzanos de tu Hijo la gracia de tener siempre presente la meta del Cielo en todos nuestros quehaceres: trabajar con empeño, con la mirada puesta en la eternidad: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.