Jesús proclama la dignidad del matrimonio


Nos muestra el Evangelio de la Misa a Jesús enseñando a una multitud que llegaba de todas las poblaciones vecinas. Y en medio de estas gentes sencillas que reciben con avidez la Palabra de Dios se presentan unos fariseos con intenciones torcidas, queriendo enfrentar a Cristo con la Ley de Moisés. Le preguntan si es lícito al marido repudiar a su mujer. Jesús les dijo: ¿Qué os mandó Moisés? Ellos dijeron: Moisés permitió darle escrito el libelo de repudio y despedirla. Esto era por todos admitido, pero se discutía si era lícito repudiar a la mujer por cualquier motivo, por una causa insignificante, incluso sin motivo alguno.

Jesucristo, Mesías e Hijo de Dios, conoce perfectamente el sentido de dicha Ley: Moisés había permitido el divorcio por la dureza de corazón de su pueblo, y protegió la condición de la mujer, pues era tan denigrante que era considerada en muchos casos como una esclava sin derecho alguno, prescribiendo un documento (el libelo de repudio) por el cual la mujer repudiada recuperaba de nuevo la libertad. Este certificado significaba un verdadero avance social para aquellos tiempos de barbarie en tantas costumbres.

Pero Jesús devuelve a su pureza original la dignidad del matrimonio, según lo instituyera Dios al principio de la Creación: los hizo Dios varón y hembra; por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne; de modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios unió, no lo separe el hombre.

Esta enseñanza resonó extraordinariamente exigente en los oídos de todos, de tal manera que los mismos discípulos –según relata San Mateo– le dijeron: Si tal es la condición del hombre con respecto a su mujer, no trae cuenta casarse. Y la conversación debió de alargarse, porque de nuevo, ya en casa, volvieron a preguntarle. Y Jesús declaró para siempre: Cualquiera que repudie a su mujer y se una con otra, comete adulterio contra aquella; y si la mujer repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio.

El Señor señala cómo Dios estableció en un principio la unidad y la indisolubilidad del matrimonio. San Juan Crisóstomo, comentando esta enseñanza, expresa en fórmula sencilla y clara que el matrimonio es de uno con una y para siempre. El Magisterio de la Iglesia, custodio e intérprete de la ley natural y divina, ha enseñado de modo constante que el matrimonio fue instituido por Dios con lazo perpetuo e indisoluble, y «que fue protegido, confirmado y elevado no con leyes de los hombres, sino del autor mismo de la naturaleza, Dios, y el restaurador de la misma naturaleza, Cristo Señor; leyes, por tanto, que no pueden estar sujetas al arbitrio de los hombres, ni siquiera al arbitrio contrario de los mismos cónyuges». El matrimonio no es un simple contrato privado, no puede romperse por voluntad de los contrayentes. No existe razón humana, por fuerte que pueda parecer, capaz de justificar el divorcio, que es contrario a la ley natural y a la divina.

Juan Pablo II alentaba a los esposos cristianos para que, aun viviendo en ambientes donde las normas de vida cristiana no sean tenidas en la debida consideración o sufran una fuerte presión contraria, sean fieles al proyecto cristiano de la vida familiar. Y nosotros debemos pedir con frecuencia por la estabilidad de las familias –comenzando por la propia–, y hemos de procurar ser siempre instrumentos de unión a través del servicio gustoso, de la alegría continua, de un apostolado eficaz que lleve a todos a Dios. ¿Pedimos cada día por aquel de la familia que más lo necesita? ¿Tenemos más atenciones con el más débil, con el que más flaquea? ¿Cuidamos con esmero de quien se encuentra enfermo?



Meditación diaria