Se ofreció a Sí mismo por todos los hombres. Nuestra entrega




La entrega plena de Cristo por nosotros, que culmina en el Calvario, constituye la llamada más apremiante a corresponder a su gran amor por cada uno de nosotros. En la Cruz, Jesús consumó la entrega plena a la voluntad del Padre y el amor por todos los hombres, por cada uno: me amó y se entregó por mí2. Ante ese misterio insondable de Amor, debería preguntarme: ¿qué hago yo por Él?, ¿cómo correspondo a su Amor?

En el Calvario, Nuestro Señor, Sacerdote y Víctima, se ofrece a su Padre celestial, derramando su Sangre, que quedó entonces separada de su Cuerpo. Cumplió así, hasta el final, la voluntad del Padre.

El deseo del Padre fue que la Redención se realizara de este modo; Jesús lo acepta con amor y máxima sumisión. Este ofrecimiento interno de Sí mismo es la esencia de Su sacrificio. Es la entrega amorosa, sin límites, a la voluntad del Padre.

En todo verdadero sacrificio se dan cuatro elementos esenciales, y todos ellos se encuentran presentes en el sacrificio de la Cruz: sacerdote, víctima, ofrecimiento interior y manifestación externa del sacrificio. La manifestación externa debe ser expresión de la actitud interior. Jesús muere en la Cruz, manifestando exteriormente –a través de sus palabras y obras– su amorosa entrega interior. Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu: la misión que me encomendaste ha terminado, he cumplido tu voluntad. Él es, entonces y ahora, el Sacerdote y la Víctima: Teniendo, pues, un Sumo Pontífice, grande, que penetró en los cielos, Jesús, el Hijo de Dios, mantengamos firme la fe que profesamos. No tenemos un Sumo Pontífice que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas; antes bien, fue probado en todo, a semejanza nuestra, fuera del pecado.

Esta ofrenda interior de Jesús da significado pleno a todos los elementos externos de su sacrificio voluntario: la crucifixión, el expolio, los insultos...

El Sacrificio de la Cruz es único. Sacerdote y Víctima son una sola y la misma divina persona: el Hijo de Dios encarnado. Jesús no fue ofrecido al Padre por Pilato o por Caifás, o por la multitud congregada a sus pies. Él fue quien se entregó a Sí mismo. En todo momento de su vida terrena, Jesús vivió en una perfecta identificación con la voluntad del Padre, pero es en el Calvario donde la entrega del Hijo alcanza su expresión suprema.

Nosotros, que queremos imitar a Jesús, que solo deseamos que nuestra vida sea reflejo de la suya, debemos preguntarnos en nuestra oración de hoy si sabemos unirnos al ofrecimiento de Jesús al Padre, con la aceptación de la voluntad de Dios, en cada momento, en las alegrías y en las contrariedades, en las cosas que ocupan cada día nuestro, en los momentos más difíciles, como puede ser el fracaso, el dolor o la enfermedad, y en los momentos fáciles en que sentimos al alma llena de gozo.

«Madre y Señora mía, enséñame a pronunciar un sí que, como el tuyo, se identifique con el clamor de Jesús ante su Padre: non mea voluntas... (Lc 22, 42): no se haga mi voluntad, sino la de Dios».


Meditación diaria