Disponernos a recibir este don



A la luz del don de ciencia, el cristiano reconoce el poco valor de lo temporal si no es camino para lo eterno, la brevedad de la vida humana sobre la tierra, la escasa felicidad que puede dar este mundo comparada con la que Dios ha prometido a quienes le aman, la inutilidad de tanto esfuerzo si no se realiza cara al Señor... Al recordar la vida pasada, en la que quizá Dios no fue lo primero, el alma siente una profunda contrición por tanto mal y por tanta ocasión perdida, y nace en ella el deseo de recuperar el tiempo malbaratado siendo más fiel al Señor.

Todo lo de este mundo –al que amamos y en el que debemos santificarnos– aparece a la luz de este don con el sello de la caducidad, mientras que señala con toda nitidez el fin sobrenatural del hombre, al que debemos subordinar todas las realidades terrenas.

Esta visión del mundo, de los acontecimientos y de las personas desde la fe, puede quedar oscurecida, incluso cegada, por lo que San Juan llama la concupiscencia de los ojos. Parece entonces como si la mente rechazara la verdadera luz, y ya no se sabe ordenar a Dios las realidades terrenas, que se toman como fin. El deseo desordenado de bienes materiales, el cifrar la felicidad en lo de aquí abajo entorpece o anula la acción de este don. El alma cae entonces en una especie de ceguera en la que ya es incapaz de reconocer y de saborear los bienes verdaderos, los que no perecen, y la esperanza sobrenatural se transforma en el deseo, cada vez mayor, de bienestar material, huyendo de cuanto signifique mortificación y sacrificio.

La visión puramente humana de la realidad acaba por desembocar en la ignorancia de las verdades de Dios, o bien estas aparecen como algo teórico, sin sentido práctico para la vida corriente, sin capacidad para informar la existencia normal. Los pecados contra este don dejan sin luz, y así se explica esa gran ignorancia de Dios que padece el mundo. En ocasiones se trata de verdadera incapacidad para entender o asimilar lo sobrenatural, porque se han vuelto completamente los ojos del alma a bienes parciales y engañosos y se han cerrado a los verdaderos.


Para disponernos a recibir este don necesitamos pedir al Espíritu Santo que nos ayude a vivir la libertad y el desasimiento ante los bienes materiales y a ser más humildes, para poder ser enseñados sobre el verdadero valor de las cosas. Junto a estas disposiciones, fomentaremos la presencia de Dios, que ayuda a ver al Señor en medio de nuestros trabajos, y haremos el propósito decidido de considerar en la oración los sucesos que van decidiendo nuestra vida y las mismas realidades de todos los días: la familia, los compañeros que están codo a codo en el mismo trabajo, aquello que más nos preocupa... La oración siempre es un faro poderoso que ilumina la verdadera realidad de las cosas y de los acontecimientos.


Para obtener este don, para hacernos capaces de poseerlo en mayor plenitud, acudimos a la Virgen, Nuestra Señora. Ella es Madre del Amor Hermoso, y del temor, y de la ciencia, y de la santa esperanza.


«Madre de la ciencia es María, porque con Ella se aprende la lección que más importa: que nada vale la pena, si no estamos junto al Señor; que de nada sirven todas las maravillas de la tierra, todas las ambiciones colmadas, si en nuestro pecho no arde la llama de amor vivo, la luz de la santa esperanza que es un anticipo del amor interminable en nuestra definitiva Patria».



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