Su presencia especial solo se da en la Eucaristía



Desde el momento de la Encarnación podemos decir con sentido propio que Dios está con nosotros, con una presencia personal, real, y de una manera que es exclusiva de Jesucristo: Jesucristo, verdadero Hombre y verdadero Dios, tiene con nosotros una cercanía y proximidad mayor que cualquier otra que se pueda pensar. Jesús es Dios-con-nosotros. Antes, los israelitas decían que Dios estaba con ellos; ahora, lo podemos decir de modo exacto, como cuando afirmamos que algo que apreciamos con los sentidos está más cerca o más lejos de donde nos encontramos. En Palestina, Cristo caminaba, se acercaba a una ciudad, salía para predicar en otros lugares... Cuando acabó estas parábolas, partió de allí9, leemos en el Evangelio de la Misa. Y Dios abandonó aquel lugar para encontrarse con otras gentes. El sacerdote, cuando consagra en la Santa Misa, nos trae a Cristo, Dios y Hombre, al altar donde antes no estaba con su Santísima Humanidad. Es una presencia especial, que solo se da en la Eucaristía y que se continúa, mientras duren las especies, en el Sagrario, el Tabernáculo de la Nueva Alianza; esta presencia afecta de modo directo al Cuerpo de Cristo e indirectamente a las Tres Personas Divinas de la Trinidad Beatísima: al Verbo, por la unión con la Humanidad de Cristo, y al Padre y al Espíritu Santo, por la mutua inmanencia de las Personas divinas10. En el Sagrario está Cristo realmente presente, con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad. Es literalmente adecuado decir: «Dios está aquí», cerca de mí: creo, Señor, firmemente que estás ahí, que me ves, que me oyes...


El Magisterio de la Iglesia, saliendo al paso de diversos errores, ha recordado y precisado el alcance de esta presencia eucarística: es una presencia real, es decir, ni simbólica ni meramente significada o insinuada por una imagen; verdadera, no ficticia, ni meramente mental o puesta por la fe o la buena voluntad de quien contempla las sagradas especies; y sustancial, porque, por el poder de Dios que tienen las palabras del sacerdote en el momento de la Consagración, se convierte toda la sustancia del pan en el Cuerpo del Señor y toda la sustancia del vino en su Sangre. Así, el Cuerpo y la Sangre adorables de Cristo Jesús están sustancialmente presentes, y «en la realidad misma, independientemente de nuestro espíritu, el pan y el vino han dejado de existir después de la Consagración»; «realizada la transubstanciación, las especies de pan y de vino (...) contienen una nueva “realidad”, que con razón llamamos ontológica, porque bajo dichas especies ya no existe lo que había antes, sino una cosa completamente diversa (...), y esto no únicamente por el juicio de fe de la Iglesia, sino por la realidad objetiva».


Jesús está presente en nuestros Sagrarios con independencia de que muchos o pocos se beneficien de su presencia inefable. Él está allí, con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma, con su Divinidad. Dios hecho Hombre; no cabe mayor proximidad. La Iglesia posee en su seno al Autor de toda gracia, a la causa perenne de nuestra santificación. De alguna manera podemos decir que la presencia eucarística de Cristo es la prolongación sacramental de la Encarnación.


Desde el Sagrario Jesús nos invita a que allí confluyan nuestros afectos, nuestras peticiones. En la visita al Santísimo y en los actos de culto a la Sagrada Eucaristía agradecemos este don, del que a veces no somos del todo conscientes. Allí vamos a buscar fuerzas, a decirle a Jesús lo mucho que le echamos de menos, lo mucho que le necesitamos, pues «la Eucaristía es conservada en los templos y oratorios como el centro espiritual de la comunidad religiosa o parroquial; más aún, de la Iglesia universal y de toda la humanidad, puesto que bajo el velo de las sagradas especies contiene a Cristo cabeza invisible de la Iglesia, Redentor del mundo, centro de todos los corazones, por quien son todas las cosas y nosotros con Él (1 Cor 8, 6)».


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