El don de consejo y la virtud de la prudencia



Son muchas las ocasiones de desviarnos del camino que conduce a Dios, muchos son los senderos equivocados que a menudo se presentan. Pero el Señor nos ha asegurado: Yo te haré saber y te enseñaré el camino que debes seguir; seré tu consejero y estarán mis ojos sobre ti. El Espíritu Santo es nuestro mejor Consejero, el más sabio Maestro, el mejor Guía. Cuando os entreguen –prometía el Señor a los Apóstoles refiriéndose a situaciones extremas en las que se encontrarían– no os preocupéis de cómo o qué hablaréis, porque se os dará en aquella hora lo que debéis decir. No seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre será el que hable por vosotros. Tendrían una especial asistencia del Paráclito, como la han tenido los cristianos fieles a lo largo de los siglos en circunstancias similares.

La conducta de tantos mártires cristianos prueba cómo se ha cumplido en la vida de los fieles aquella promesa que les hizo Jesús. Conmueve el comprobar la serenidad y la sabiduría de personas a veces de escasa cultura, incluso de niños, según ha quedado constancia en numerosos documentos. El Espíritu Santo, que nos asiste aun en las circunstancias de menos relieve, lo hará de una manera singular cuando debamos confesar nuestra fe en situaciones difíciles.


El Espíritu Santo, mediante el don de consejo, perfecciona los actos de la virtud de la prudencia, que se refiere a los medios que se deben emplear en cada situación. Con mucha frecuencia debemos tomar decisiones; unas veces en asuntos importantes, otras, en materias de escasa entidad. En todas ellas, de alguna manera, tenemos comprometida nuestra santidad. Dios concede el don de consejo a las almas dóciles a la acción del Espíritu Santo, para decidir con rectitud y rapidez. Es como un instinto divino para acertar en el camino que más conviene para la gloria de Dios. De la misma manera que la prudencia abarca todo el campo de nuestro actuar, el Espíritu Santo, por el don de consejo, es Luz y Principio permanente de nuestras acciones. El Paráclito inspira la elección de los medios para llevar a cabo la voluntad de Dios en todos nuestros quehaceres. Nos lleva por los caminos de la caridad, de la paz, de la alegría, del sacrificio, del cumplimiento del deber, de la fidelidad en lo pequeño. Nos insinúa el camino en cada circunstancia.

La vida interior de cada uno es el primer campo donde este don ejerce su acción. Ahí, en el alma en gracia, actúa el Paráclito de una manera callada, suave y fuerte a la vez. «Es tan hábil para enseñar este sapientísimo Maestro, que es lo más admirable ver su modo de enseñar. Todo es dulzura, todo es cariño, todo bondad, todo prudencia, todo discreción». De estas «enseñanzas» y de esta luz en el alma vienen esos impulsos, las llamadas a ser mejores, a corresponder más y mejor. De aquí vienen esas resoluciones firmes, como instintivas, que cambian una vida o son el origen de una mejora eficaz en las relaciones con Dios, en el trabajo, en el actuar concreto de cada día.

Para dejarnos aconsejar y dirigir por el Paráclito debemos desear ser por entero de Dios, sin poner conscientemente límites a la acción de la gracia; buscar a Dios por ser Quien es, infinitamente digno de ser amado, sin esperar otras compensaciones, tanto en los momentos en que todo se presenta más fácil como en situaciones de aridez. «A Dios hay que buscarle, servirle y amarle desinteresadamente; ni por ser virtuoso, ni por adquirir la santidad, ni por la gracia, ni por el Cielo, ni por la dicha de poseerle, sino solo por amarle; y cuando nos ofrece gracias y dones, decirle que no, que no queremos más que amor para amarle; y si nos llega a decir pídeme cuanto quieras, nada, nada le debemos pedir; solo amor y más amor, para amarle y más amarle». Y con el amor a Dios llega todo lo que puede saciar el corazón del hombre.


https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx