Esperar la llegada del Paráclito junto a la Virgen



La Virgen María, «corazón de la Iglesia naciente», colabora activamente en la acción del Espíritu Santo en las almas.


 Mientras dura la espera de la venida del Espíritu Santo prometido, todos perseveraban unánimemente en la oración juntamente con las mujeres y con María, la Madre de Jesús.... Todos están en un mismo lugar, en el Cenáculo, animados de un mismo amor y de una sola esperanza. En el centro de ellos se encuentra la Madre de Dios. La tradición, al meditar esta escena, ha visto la maternidad espiritual de María sobre toda la Iglesia. «La era de la Iglesia empezó con la “venida”, es decir, con la bajada del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en el Cenáculo de Jerusalén junto con María, la Madre del Señor».


Nuestra Señora vive como un segundo Adviento, una espera, que prepara la comunicación plena del Espíritu Santo y de sus dones a la naciente Iglesia. Este Adviento es a la vez muy semejante y muy diferente al primero, el que preparó el nacimiento de Jesús. Muy parecido porque en ambos se da la oración, el recogimiento, la fe en la promesa, el deseo ardiente de que esta se realice. María, llevando a Jesús oculto en su seno, permanecía en el silencio de su contemplación. Ahora, Nuestra Señora vive profundamente unida a su Hijo glorificado.


Esta segunda espera es muy diferente a la primera. En el primer Adviento, la Virgen es la única que vive la promesa realizada en su seno; aquí, aguarda en compañía de los Apóstoles y de las santas mujeres. Es esta una espera compartida, la de la Iglesia que está a punto de manifestarse públicamente alrededor de nuestra Señora: «María, que concibió a Cristo por obra del Espíritu Santo, el amor de Dios vivo, preside el nacimiento de la Iglesia el día de Pentecostés, cuando el mismo Espíritu Santo desciende sobre los discípulos y vivifica en la unidad y en la caridad el Cuerpo místico de los cristianos».



El propósito de nuestra oración de hoy, víspera de la gran solemnidad de Pentecostés, es esperar la llegada del Paráclito muy unidos a nuestra Madre, «que implora con sus oraciones el don del Espíritu Santo, que en la Anunciación ya la había cubierto a Ella con su sombra», convirtiéndola en el nuevo Tabernáculo de Dios. Antes, en los comienzos de la Redención, nos dio a su Hijo; ahora, «por medio de sus eficacísimas súplicas, consiguió que el Espíritu del divino Redentor, otorgado ya en la Cruz, se comunicara con sus prodigiosos dones a la Iglesia, recién nacida el día de Pentecostés».


«Quien nos transmite ese dato es San Lucas, el evangelista que ha narrado con más extensión la infancia de Jesús. Parece como si quisiera darnos a entender que, así como María tuvo un papel de primer plano en la Encarnación del Verbo, de una manera análoga estuvo presente también en los orígenes de la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo».

Para estar bien dispuestos a una mayor intimidad con el Paráclito, para ser más dóciles a sus inspiraciones, el camino es Nuestra Señora. Los Apóstoles lo entendieron así; por eso los vemos junto a María en el Cenáculo.


Examinemos cómo es nuestro trato habitual con Nuestra Señora; concretemos para el día de hoy algún propósito: cuidemos mejor el rezo del Santo Rosario, contemplando sus misterios; ofrezcámosle alguna pequeña mortificación distinta a las que acostumbramos durante la semana; cuidemos mejor el saludarla a través de sus imágenes, que encontraremos en la calle, en la habitación…


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