La negación de Pedro —M Valtorta




(…)-Respóndeme a mí, entonces. Soy tu Pontífice. En nombre del Dios vivo, te conjuro. Dime: ¿eres Tú el Cristo, el Hijo de

Dios?
-Tú lo has dicho. Lo soy. Y veréis al Hijo del hombre, sentado a la derecha del Poder de Dios, venir sobre las nubes del

cielo. Pero, además, ¿por qué me interrogas? He hablado en público durante tres años. Nada he dicho ocultamente. Pregunta a los que me han oído. Ellos te dirán lo que he dicho y lo que he hecho.

Uno de los soldados que lo tienen sujeto le golpea en la boca, haciéndola sangrar de nuevo, y grita:
-¡Así respondes, satanás, al Sumo Pontífice?
Y Jesús, mansamente, responde a éste como al de antes:
-Si he hablado bien, ¿por qué me hieres? Si mal, ¿por qué no me dices dónde yerro? Repito: Yo soy el Cristo, Hijo de

Dios. No puedo mentir. El sumo Sacerdote, el eterno Sacerdote soy Yo. Y sólo Yo llevo el verdadero Racional, en que está escrito: Doctrina y Verdad. Y a éstas soy fiel. Hasta la muerte, ignominiosa a los ojos del mundo, santa a los ojos de Dios; y hasta la bienaventurada Resurrección. Yo soy el Ungido. Pontífice y Rey Yo soy. Y estoy para tomar mi cetro y con él, como con aventador, limpiar la era. Este Templo será destruido y resurgirá, nuevo, santo, porque éste está corrompido y Dios lo ha abandonado a su destino.

-¡Blasfemo! - gritan todos en coro. ¿En tres días lo construirás, loco, poseído?
-No éste, sino el mío es el que resurgirá, el Templo del Dios verdadero, vivo, santo, tres veces santo.
-¡Anatema! - gritan de nuevo en coro.
Caifás alza su voz ronca y se desgarra las vestiduras de lino, con gestos de estudiado horror, y dice:
-¿Qué otra cosa hemos de oír de - testigos? La blasfemia está ya dicha. ¿Qué hacemos entonces?


Y todos, en coro:


-Sea reo de muerte.
Y con gestos de desdén y de escándalo salen de la sala y dejan a Jesús a merced de los esbirros y de la chusma de los 
falsos testigos, que, dándole bofetadas, puñetazos, escupiéndole, vendándole los ojos con un trapajo y luego tirándole violentamente de los cabellos, lo arrojan de un lado para otro, con las manos atadas, de manera que choca contra mesas, sitiales y paredes. Y le preguntan:

-¿Quién te na pegado? Adivina.

Y varias veces, poniéndole zancadillas, le hacen caer de bruces, y se ríen a carcajadas al ver cómo, con las manos atadas, a duras penas se levanta.

Pasan así las horas. Los torturadores, cansados, piensan en tomarse un poco de descanso. Llevan a Jesús a un tabuco haciéndole cruzar muchos patios exponiéndolo a las burlas de la turba, ya muy numerosa en el recinto de las casas pontificales.

Jesús llega al patio donde está Pedro, al lado de su hoguera. Y lo mira. Pero Pedro evita encontrar su mirada. Juan ya no está; supongo que se habrá marchado con Nicodemo...

El alba avanza fatigosamente, glauca. Una orden ha sido dada: llevar de nuevo al Prisionero a la sala del Consejo para un proceso más legal. Es el momento en que Pedro niega por tercera vez que conoce al Cristo, cuando Él pasa ya marcado por los padecimientos. Con la luz verdosa del alba, los moratones parecen aún más atroces en el rostro térreo, los ojos más hundidos y vítreos: un Jesús empañado por el dolor del mundo...

Un gallo lanza al aire apenas móvil del alba su grito burlón, sarcástico, pícaro. Y en este momento de gran silencio que se ha creado ante la presencia de Cristo, sólo se oye la voz áspera de Pedro decir: «Lo juro, mujer. No le conozco»: afirmación seca, segura, a la cual, como una carcajada burlona, responde en seguida el ribaldo canto del gallito.

Pedro reacciona. Se vuelve para huir, y se encuentra a Jesús de frente, mirándolo con infinita piedad, con un dolor tan intenso y sentido, que me parte el corazón (como si después de eso yo hubiera de ver disolverse, para siempre, a mi Jesús). Pedro experimenta un conato de llanto. Sale, tambaleándose como si estuviera borracho. Huye detrás de dos domésticos que también salen. Se pierde cuesta abajo por la calle todavía semioscura.

Llevan otra vez a la sala a Jesús. Le repiten en coro la pregunta capciosa:
-En nombre del Dios verdadero, dinos: ¿eres el Cristo?
Y, habiendo recibido la respuesta de antes, lo condenan a muerte y dan la orden de conducirlo ante Pilatos.(…)