La traición de Judas


Terminada su oración en el Huerto de Getsemaní, se levantó el Señor del suelo y despertó una vez más a sus discípulos, adormilados de cansancio y de tristeza. Levantaos, vamos –les dice–; ya llega el que me va a entregar. Todavía estaba hablando, cuando llegó Judas, uno de los doce, acompañado de un gran gentío con espadas y palos1.

Se consuma la traición con una muestra de amistad: Se acercó a Jesús y dijo: Salve, Rabí; y le besó. Nos parece imposible que un hombre que ha conocido tanto a Cristo pueda ser capaz de entregarlo. ¿Qué pasó en el alma de Judas? Porque él estuvo presente en muchos milagros y conoció de cerca la bondad del corazón del Señor para con todos, y se sintió atraído por su palabra y, sobre todo, experimentó la predilección de Jesús llegando a ser uno de los Doce más íntimos. Fue elegido y llamado para ser Apóstol por el mismo Señor. Después de la Ascensión, cuando fue necesario cubrir su vacante, Pedro recordará que era contado entre nosotros, habiendo tenido parte en nuestro ministerio. También fue enviado a predicar, y vería el fruto copioso de su apostolado; quizá hizo milagros como los demás. Y mantendría diálogos íntimos y personales con el Maestro, como el resto de los Apóstoles. ¿Qué ha pasado en su alma para que ahora traicione al Señor por treinta monedas de plata?

La traición de esta noche debió tener una larga historia. Desde tiempos antes se hallaba ya distante de Cristo, aunque estuviera en su compañía. Permanecía normal en lo externo, pero su ánimo estaba lejos. La ruptura con el Maestro, el resquebrajamiento de su fe y de su vocación, debió producirse poco a poco, cediendo cada vez en cosas más importantes. Hay un momento en que protesta porque le parecen «excesivos» los detalles de cariño que otros tienen con el Señor, y encima su protesta la disfraza de «amor a los pobres». Pero San Juan nos dice la verdadera razón: era ladrón y, como tenía la bolsa, se llevaba lo que echaban en ella.

Permitió que su amor al Señor se fuera enfriando, y ya solo quedó un mero seguimiento externo, de cara a los demás. Su vida de entrega amorosa a Dios se convirtió en una farsa; más de una vez consideraría que hubiera sido mejor no haber seguido al Señor.

Ahora ya no se acuerda de los milagros, de las curaciones, de sus momentos felices junto al Maestro, de su amistad con el resto de los Apóstoles. Ahora es un hombre desorientado, descentrado, capaz de cometer culpablemente la locura que acaba de hacer. El acto que ahora se consuma ha sido ya precedido por infidelidades y faltas de lealtad cada vez mayores. Este es el resultado último de un largo proceso interior.

Por contraste, la perseverancia es la fidelidad diaria en lo pequeño; se apoya en la humildad de recomenzar de nuevo cuando por fragilidad hubo algún descamino. «Una casa no se hunde por un impulso momentáneo. Las más de las veces es a causa de un viejo defecto de construcción. En ocasiones es la prolongada desidia de sus moradores lo que motiva la penetración del agua. Al principio se infiltra gota a gota y va insensiblemente carcomiendo el maderaje y pudriendo el armazón. Con el tiempo el pequeño orificio va tomando mayores proporciones, originándose grietas y desplomes considerables. Al final, la lluvia penetra a torrentes».

Perseverar en la propia vocación es responder a las sucesivas llamadas que el Señor hace a lo largo de una vida, aunque no falten obstáculos y dificultades y, a veces, errores aislados, cobardías y derrotas.

Mientras contemplamos estas escenas de la Pasión hacemos examen sobre la fidelidad en lo pequeño a la propia vocación. ¿Se insinúa en algún aspecto como una doble vida? ¿Soy fiel a los deberes del propio estado? ¿Cuido el trato sincero con el Señor? ¿Evito el aburguesamiento y el apego a los bienes materiales –a las «treinta monedas de plata»–?


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