Apariciones del Resucitado a las mujeres —Valtorta



(…)Entretanto, Susana y Salomé, en llegando a las murallas, habiendo dejado a sus compañeras, se ven sorprendidas por el terremoto. Atemorizadas, se refugian debajo de un árbol, y se quedan allí, con el dilema de si ir hacia el Sepulcro o si huir hacia la casa de Juana: pero el amor vence al miedo y van hacia el Sepulcro.

Entran, todavía turbadas, en el huerto, y ven a los soldados, como muertos... Ven una gran luz salir del Sepulcro abierto. Aumenta su turbación, y termina haciéndose completa cuando, cogidas de la mano para infundirse recíprocamente ánimos, se asoman a la entrada y, en la oscuridad de la gruta sepulcral, ven a una criatura luminosa y hermosísima, dulcemente sonriente, saludarlas desde el sitio donde está: apoyada en la parte derecha de la piedra de la unción, cuyo gris volumen, detrás de tanto incandescente esplendor, se desvanece. Caen de rodillas, aturdidas por el estupor.

Pero el ángel les habla dulcemente:

-No tengáis miedo de mí. Soy el ángel del divino Dolor. He venido para experimentar la dicha de su final: ya no existe el dolor del Cristo ni su anonadamiento en la muerte. Jesús de Nazaret, el Crucificado al que vosotras buscáis, ha resucitado. ¡Ya no está aquí! Vacío está el lugar en que había sido colocado. Exultad conmigo. Id. Decidle a Pedro y decid a los discípulos que ha resucitado y que os precede hacia Galilea. Allí lo veréis todavía, aunque por poco tiempo, según ha dicho.

Las mujeres caen rostro en tierra y, cuando lo alzan, huyen como si un castigo las persiguiera. Están aterrorizadas y susurran:

-¡Ahora moriremos! ¡Hemos visto al ángel del Señor!

Ya en pleno campo se calman un poco, y se consultan recíprocamente. ¿Qué hacer? Si dicen lo que han visto, no las creerán; si dicen que vienen de allí, pueden ser acusadas por los judíos de haber matado a los soldados que estaban de guardia. No, no pueden decir nada; ni a los amigos ni a los enemigos...

Atemorizadas, enmudecidas, vuelven por otro camino hacia casa. Entran y se refugian en el Cenáculo. Ni siquiera piden ver a María... Y allí piensan que lo que han visto ha sido un engaño del Demonio. Siendo, como son, humildes, juzgan que «no puede ser que a ellas les haya sido concedido ver al enviado de Dios. Es Satanás el que ha querido atemorizarlas para alejarlas de allí».

Lloran y oran como dos niñas asustadas por una pesadilla...

...El tercer grupo, el de Juana, María de Alfeo y Marta, visto que nada nuevo sucede, se decide a ir al lugar donde, sin duda, están las compañeras esperando. Salen a las calles, donde ya hay gente, gente asustada que habla del nuevo terremoto y lo relaciona con los hechos del viernes y ve incluso lo que no existe.

-¡Mejor, si están todos asustados! Quizás también lo estén los soldados de la guardia y no pongan objeciones - dice María de Alfeo. Y van raudas hacia las murallas.

Pero, mientras ellas van allá, al huerto han llegado ya Pedro y Juan, seguidos por la Magdalena. Y Juan, más rápido, es el primero en llegar al Sepulcro. Los soldados ya no están. Tampoco está ya el ángel.

Juan se arrodilla, temeroso y afligido, en la entrada totalmente abierta; se arrodilla para hacer un acto de veneración y para captar algún indicio de las cosas que ve. Pero sólo ve, en el suelo, los paños de lino, puestos en un montón encima de la Sábana.

-¡Pues verdaderamente no está, Simón! Es como lo había visto María. Ven, entra mira.

Pedro, jadeando por la gran carrera realizada, entra en el Sepulcro. Por el camino había dicho: «No me voy a atrever a acercarme a ese sitio». Pero ahora sólo piensa en descubrir dónde puede estar el Maestro. E incluso lo llama, como si pudiera estar escondido en algún rincón oscuro.

La oscuridad, en esta hora matutina, es todavía fuerte en el profundo Sepulcro cuya única fuente de luz es la pequeña abertura de la puerta, en la que proyectan sombra ahora Juan y la Magdalena... Y Pedro tiene dificultad para ver, de forma que tiene que ayudarse con las manos... Toca, temblando, la mesa de la unción y la siente vacía...

-¡No está, Juan! ¡No está!... ¡Ven también tú! Yo he llorado tanto, que casi no veo con esta poca luz.

Juan se pone de pie y entra. Mientras Juan hace esto, Pedro descubre el sudario, colocado en un rincón, bien doblado; y, dentro del sudario, cuidadosamente enrollada, la sábana.

-Verdaderamente se lo han llevado. Los soldados estaban no por nosotros sino para hacer esto... Y nosotros les hemos dejado actuar. Marchándonos, lo hemos permitido...

-¡Oh! ¿Dónde lo habrán puesto!
-Pedro... Pedro... ahora sí que ya no hay nada que hacer.
Los dos discípulos salen abatidos por completo.
-Vamos, mujer. Díselo tú a su Madre...
-Yo no me marcho. Me quedo aquí... Alguno vendrá... No, no me voy... Aquí hay todavía algo que de Él. Tenía razón su

Madre... Respirar el aire donde Él ha estado es el único consuelo que nos queda.
-El único consuelo... Ahora tú también te percatas de que esperar era una quimera... - dice Pedro.
María ni siquiera responde. Se deja caer al suelo, justo junto a la entrada, y llora mientras los otros se marchan

lentamente.
Luego levanta la cabeza y mira adentro, y, a través de las lágrimas, ve a dos ángeles, sentados el uno en la cabecera y el

otro en los pies de la piedra de la unción. Está tan aturdida la pobre María, en su más fiera batalla entre la esperanza que muere y la fe que no quiere morir, que los mira alelada, sin asombro siquiera. Ya no tiene sino lágrimas la mujer fuerte que con heroísmo ha resistido todo.

-¿Por qué lloras, mujer? - pregunta uno de los dos luminosos muchachos (porque su aspecto es el de dos hermosísimos adolescentes).

-Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde le han puesto.

María habla con ellos sin miedo. No pregunta: « ¿Quiénes sois?». Nada. Ya nada le causa estupor. Todo lo que puede asombrar a una criatura ella ya lo ha sufrido. Ahora es sólo un ser quebrantado que llora sin fuerzas y sin reserva.

El jovencito angélico mira a su compañero y sonríe. Y el otro también. Y, resplandeciendo de júbilo angélico, ambos miran afuera, hacia el huerto del todo florecido por los millones de corolas que se han abierto con el primer sol en los tupidos manzanos del pomar.

María se vuelve para ver a quién miran. Y ve a un Hombre, hermosísimo, al que no sé como puede no reconocer inmediatamente. Un Hombre que la mira con piedad y le pregunta:

-Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?

Es verdad que es un Jesús velado por su propia piedad hacia la criatura, a la que las demasiadas emociones han agotado y podría morir a causa de la repentina alegría; pero de verdad me pregunto cómo puede no reconocerlo.

Y María, entre sollozos:

-¡Se me han llevado al Señor Jesús! Había venido a embalsamarlo en espera de que resucitara... He tenido recogido todo mi coraje y mi esperanza, y mi fe, en torno a mi amor... y ahora ya no lo encuentro... No, más bien he puesto mi amor en torno a la fe, a la esperanza y al coraje, para defenderlos de los hombres... ¡Pero todo es inútil! Los hombres me han robado a mi

Amor, y con Él me han arrebatado todo... ¡Oh, mi señor, si eres tú el que se lo ha llevado, dime dónde lo has puesto! Y yo iré por Él... No se lo diré a nadie... Será un secreto entre tú y yo. Mira: soy la hija de Teófilo, la hermana de Lázaro, pero estoy de rodillas delante de ti suplicándote, como una esclava. ¿Quieres que te compre su Cuerpo? Lo haré. ¿Cuánto quieres? Soy rica. Puedo darte tanto oro y gemas como pesa su Cuerpo. Pero devuélvemelo. No te denunciaré. ¿Quieres golpearme? Hazlo. Haciéndome verter sangre, si quieres. Si sientes odio hacia Él, descárgalo sobre mí. Pero devuélvemelo. ¡Oh, mi señor, no me hagas pobre de esta manera, con esta indigencia! ¡Piedad de una pobre mujer!... ¿Por mí no quieres? Por su Madre, entonces. ¡Dime! Dime dónde está mi Señor Jesús. Soy fuerte. Lo tomaré entre mis brazos y lo llevaré como a un niño a lugar seguro. Señor... señor... ya lo ves... hace tres días que la ira de Dios se descarga sobre nosotros por lo que se hizo al Hijo de Dios... No añadas la Profanación al Delito...

-¡María!
Jesús aparece radioso al llamarla. Se revela con su esplendor triunfante.
-¡Rabhuní!
El grito de María es verdaderamente "el gran grito" que cierra el ciclo de la muerte. Con el primero, las tinieblas del

odio fajaron a la Víctima con vendas fúnebres; con el segundo, las luces del amor aumentaron su esplendor. Y María, al emitir este grito que llena el huerto, se alza y, presurosa, va a los pies de Jesús, a esos pies que quisiera besar.

Jesús, tocándola apenas con 1a punta de los dedos en la frente, la separa:

-¡No me toques! No he subido con esta figura todavía a mi Padre. Ve donde mis hermanos y amigos y diles que subo al Padre mío y vuestro, a mi Dios y a vuestro Dios, y luego iré donde ellos.

Y Jesús, absorbido por una luz irresistible, desaparece.

María besa el suelo donde Él estaba y corre hacía la casa. Entra como un rayo -la puerta está entornada para dejar paso al amo de la casa, que se dirige hacía la fuente-, abre la puerta de la habitación de María y se deja caer en el corazón de Ella, gritando: -¡Ha resucitado! ¡Ha resucitado! - y llora llena de dicha.

Y, mientras acuden Pedro y Juan y del Cenáculo vienen las asustadas Salomé y Susana y escuchan lo que 1a Magdalena dice, también vuelven de la calle María de Alfeo y Marta y Juana, las cuales, con respiro entrecortado, dicen que ellas también han estado allí, y que han visto a dos ángeles que decían ser el Custodio del Hombre Dios y el Ángel de su Dolor, y que les han dado la orden de decir a los discípulos que había resucitado. Y, al ver que Pedro menea la cabeza, insisten diciendo:

-Sí. Han dicho: "¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado, como dijo estando todavía en Galilea. ¿No os acordáis? Dijo: “El Hijo del hombre debe ser entregado en manos de los pecadores y ser crucificado. Pero al tercer día resucitará”.

Pedro menea la cabeza diciendo:
-¡Demasiadas cosas en estos días! Os han ofuscado.
La Magdalena alza la cabeza del pecho de María y dice:
-¡Lo he visto! Le he hablado. Me ha dicho que sube al Padre y luego viene. ¡Qué hermoso estaba! - y llora como nunca

ha llorado, ahora que ya no ha de torturarse a sí misma para hacer fuerza contra la duda procedente de todas partes.
Pero Pedro, y también Juan, se quedan muy dudosos. Se miran y sus ojos dicen: "¡Imaginación de mujeres!".
Entonces también Susana y Salomé se atreven a hablar. Pero la misma, inevitable diferencia en los detalles de los

soldados, que primero están como muertos y luego ya no están; y de los ángeles, que en un momento son uno y en otro dos, y que no se han mostrado a los apóstoles; y de las dos versiones sobre el hecho de que Jesús va allí o que precede a los suyos hacia Galilea... esto hace que la duda, es más, la persuasión de los apóstoles crezca cada vez más.

María, la Madre dichosa, calla, sujetando a la Magdalena... No comprendo el misterio de este silencio materno.
María de Alfeo dice a Salomé:
-Vamos a volver allá nosotras dos: Vamos a ver si estamos todas borrachas... - y se marchan rápidas. Las otras se

quedan --comedidamente no tomadas en consideración por los dos apóstoles- junto a María, que guarda silencio, absorta en un pensamiento que cada uno interpreta a su manera y que ninguno comprende que es un éxtasis.

Vuelven las dos mujeres ya más bien ancianas:

-¡Es verdad! ¡Es verdad! Lo hemos visto. Nos ha dicho junto al huerto de Bernabé: “Paz a vosotras. No temáis. Id a decir a mis hermanos que he resucitado y que vayan dentro de unos días a Galilea. Allí estaremos todavía un tiempo juntos”. Esto ha dicho. María tiene razón. Hay que decírselo a los de Betania, a José, a Nicodemo, a los discípulos más leales, a los pastores. Hay que ir, hay que hacer, hacer... ¡Oh! ¡Ha resucitado!... - lloran todas, felices.

-No estáis en vuestros cabales, mujeres. El dolor os ha ofuscado. La luz os ha parecido ángel; el viento, voz; el Sol, Cristo. Yo no os critico. Os comprendo, pero sólo puedo creer en lo que he visto: el Sepulcro abierto y vacío, y los soldados que habían sustraído el Cadáver y habían huido.

-¡Pero si lo dicen los propios soldados, que ha resucitado! ¡Si la ciudad está toda revuelta, y los príncipes de los sacerdotes están locos de ira, porque los soldados, huyendo aterrorizados, han hablado! Ahora quieren que digan lo contrario y les pagan por hacerlo. Pero ya se sabe. Y, si los judíos no creen en la Resurrección, no quieren creer, muchos otros creen...

-¡Mmm! ¡Las mujeres!...
Pedro se encoge de hombros y hace ademán de marcharse.
Entonces la Madre, que sigue teniendo sobre su corazón a la Magdalena (que llora como un sauce bajo un aguacero por

su desmesurada dicha), besándole sus rubios cabellos, alza su rostro transfigurado y dice una breve frase:
-Realmente ha resucitado. Yo le he tenido entre mis brazos y he besado sus Llagas - y luego reclina otra vez su cabeza sobre los cabellos de la apasionada y dice: -Sí, la dicha es mayor aún que el dolor. Y no es más que un granito de arena respecto

a lo que será tu océano de dicha eterna. ¡Oh, bienaventurada que por encima de la razón has hecho hablar al espíritu!

Pedro ya no osa negar... y, con uno de esos virajes del Pedro antiguo, que ahora vuelve a aflorar, dice, y grita, como si de los otros y no de él dependiera el retraso: -¡Pues entonces, si es así, hay que comunicárselo a los otros; a los que están dispersos por los campos... buscar... hacer... ¡Venga, moveos! Si realmente fuera allí... al menos que nos encuentre - y no se da cuenta de que todavía está confesando que no cree ciegamente en la Resurrección.